Diógenes A. Arrieta |
Señores:
la grandeza de este muerto, proscribe de aquí la religión;
no hay aquí más rito, que el rito del cariño;
no oficia aquí, sino un sacerdote: el dolor;
suplamos las preces de la piedad, con las preces de la amistad;
¡oh! el gran muerto;
ya se hundió en la sombra eterna, en la tiniebla insondable, en el abismo infinito;
la fe cree ver el vuelo de las almas, en la región oscura de ultratumba, en un viaje mitológico hacia no sé qué lejano horizonte poblado de quimeras;
el pensador se inclina sereno a la orilla del sepulcro, y ve en el polvo, que hacia el polvo rueda, la solución completa de la vida;
ni Calvario, ni Tabor; nada es la tumba;
ni castigo, ni redención, nada es la muerte;
es el descanso eterno...; la infinita calma... la quietud suprema...
¡el Nirvana Redentor!;
el sueño del cual nunca se despierta, en brazos de la madre primitiva;
¡felices los que se prenden, primero que nosotros, al pezón inagotable de esa madre, siempre joven!
salidos de su seno, al seno vuelven, y duermen al abrigo del dolor;
todos allí tornamos;
y, entre tanto...
¡oh! pensador augusto;
te saludo.
¡salve! ¡salve, gladiador vencido!
sobre tu duro cabezal de piedra, tu frente de coloso reverbera;
como un nidar de águilas marinas, que la espantosa tempestad de nieve, sorprende y mata sobre el nido mismo, así en tu cerebro luminoso, muertas quedaron las ideas soberbias, sin vida los grandiosos pensamientos, cuando la muerte, con su mano ruda, te oprimió el corazón y la garganta;
tus labios, catarata de armonías, como un torrente exhausto, yacen mudos;
como un pájaro herido, la palabra plegó las alas, rebotando el vuelo; y expiró sollozando entre tus labios;
¡oh cantor inmortal!
¿quién como tú hará las estrofas demoledoras, esos cánticos bravíos, esas rimas sacrílegas, iconoclastas, que como verbo de Lucrecio y acentos de Luciano, pasaban por los cerebros, disipando sombras, expulsando dioses, azotando errores, borrando de las almas inocentes las últimas leyendas del milagro, los cuentos de los viejos taumaturgos?
¡oh tribuno prodigioso!
aún me parece oír la severa armonía de tus frases, bajando de la alta cátedra, donde brotaban las ideas cantando, mariposas de luz, aves canoras, que tenían del águila y la alondra, de los panales que libaba Homero, y del encanto que fulgía en Platón;
y, ¡aquellos días de luchas tribunicias...!
aún me parece escuchar, vibrando en el espacio como una catarata en la montaña, el rumor de tu verbo portentoso;
como una tempestad en el desierto, pasaba así, tu acento de tribuno, dominando las hoscas multitudes, o haciéndolas erguirse amenazantes cual las olas de un mar embravecido; y, encadenando a ti las almas todas;
y, pasaba como un huracán, por sobre los espíritus asombrados, desarraigando las creencias que alimentan la ignorancia, citando al error ante tu barra, atacando al monstruo en su guarida;
y, trayendo a tus plantas, ya vencido, y aún sangriento y hosco: el fanatismo;
¡oh! tu acento aquel, que recordaba el soplo poderoso que atraviesa por las páginas incendiadas de la Biblia, ardiendo zarzas, incendiando montes, hendiendo rocas, deteniendo ríos, y fijando el sol sobre los cielos, para alumbrar una hecatombe siniestra;
¡oh patria mía!
¡oh patria infortunada...!
de a orillas de esa tumba, te saludo;
en esta tempestad de lodo, que ha nublado tu cielo antes brillante, y ha anegado tus bosques, tus plantíos, tus valles, tus montañas, tus palmeras, produciendo no sé qué extraña floración exótica, que ha envenenado el aire con sus miasmas; y, una fauna de monstruos y reptiles, que viven en el fango que han formado;
bajo este viento, que viniendo de no sé qué incógnitas neveras, ha hollado las cimas y los llanos, haciendo vacilar los grandes árboles e inclinarse encinas gigantescas;
en esta pavorosa noche moral, que ha caído sobre ti, ver apagar los astros en tu cielo, llena las almas de un horror inmenso;
en esta hora trágica de tu historia, ¡oh mártir infortunada! ¡oh Nioble americana, la muerte de tus grandes hijos, es más triste!
en el reinado del crimen, la muerte de la virtud, es un castigo;
cuando Catón se suicida, César vive;
de sus entrañas desgarradas, brota el monstruo;
cuando Thraseas sucumbe, Nerón ríe;
la sangre del Justo, alimenta sus verdugos;
mas, no envilezcamos la historia, comparando;
¡aquellos que te oprimen, patria mía, bien la deshonran con pasar por ella!
¡cómo se van tus grandes hombres!
ayer, no más, Francisco Eustaquio Alvarez, el Foción de tu tribuna, el que hizo enmudecer con su elocuencia, los sicorantas garrudos del César; y, cegar con el esplendor de su palabra, a los traidores, mudos de vergüenza;
hoy, Arrieta, el más grande orador, que muerto Rojas Garrido, haya pisado tu tribuna;
llora, ¡oh patria infortunada!, llora tus hijos muertos!
en este éxodo doloroso, a que el despotismo condena tus grandes caracteres, cuando la caravana doliente de tus hijos va marcando con los huesos de sus muertos las playas de Europa y las de América, llorar esos grandes desaparecidos es tu deber;
mientras tienes la fuerza de ser libre, guarda el derecho augusto de estar triste;
Sión, de los pueblos americanos, ¿no te alzarás jamás?
madre de Macabeos, vela tu rostro y desgarra tu vientre profanado, si es que infecundo es ya para la gloria;
y, tú, ¡oh muerto ilustre!
duerme en paz, al calor de una tierra amiga, a la sombra de una bandera gloriosa, lejos de aquel imperio monacal que nos deshonra;
duerme aquí en tierra libre;
tu tumba será sagrada;
aquí no vendrán, en la noche silenciosa –como irían en tu patria–, los lobos del fanatismo a aullar en torno a tu sepulcro, hambrientos de tu gloria;
los chacales místicos no rondarán tu fosa;
y, las hienas, las asquerosas hienas de la Iglesia, no vendrán a profanar tu tumba, desenterrando tus huesos, para hacer con ellos, el festín de su venganza;
¡duerme tranquilo!: has muerto en una patria, en que sería glorioso haber nacido;
descansa, ¡oh maestro! ¡oh mi amigo!;
duerme para siempre;
los muertos como tú, no se despiertan; ni escuchan la trompeta del arcángel; ni acuden a la cita final en Palestina;
sobre tumbas como la tuya, donde la luz impide que germine la beatífica luz de la quimera, no se detiene el Cristo mítico, ni abre su floración de sueños el milagro;
nadie los llama a juicio;
tú lo dijiste:
Aquel que dijo a Lázaro: ¡Levanta! No ha vuelto en los sepulcros a llamar;
¡no llamará en el tuyo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.