Gracias a él comprendí mejor la atroz realidad de ser español. A través de sus páginas me sublevé contra mi rey camino de El Dorado, peleé junto a los Almogávares en Bizancio, viví la guerra cantonal o sufrí bajo el sol despiadado de Marruecos. Le debo muchos ratos de feliz lectura a ese oscense que tuvo la desgracia de nacer aquí, de ser exiliado de izquierdas para unos e ir demasiado a su aire para otros, díscolo y aragonés, malquerido al fin y ninguneado por casi todos. Primero anarquista, después comunista y al final fugitivo de sí mismo, perdió una guerra civil, una mujer fusilada, unos hijos abandonados, una patria y casi todas las ilusiones, salvo la de escribir -a veces demasiado- contando historias hasta el final de sus días. Historias que lo explicaban a él y a la atormentada piel de toro española, turbia y homicida, cuna de Caín, que tan a fondo conoció. El año 2001, el de su centenario, pasó ya sin pena ni gloria, salvo muy pocas y honrosas excepciones, perdida la ocasión para reivindicar seriamente su obra. Y Ramón J. Sender, uno de los poquísimos grandes novelistas españoles del siglo XX, vuelve a sumirse en esa zona gris, intermedia, difusa, del desdén y del olvido. No tuvo suerte Sender. La generación del 27 se la traía bastante floja, y el estilo, que por cierto poseía, no era para él más que un instrumento, una herramienta eficaz al servicio del acto principal, narrativo: contar bien una buena historia y aproximarnos al corazón del hombre, a nuestro corazón, a través de ella. Por eso, en este país de soplapollas donde los cortadores del bacalao cultural jugaron durante décadas, y ahí siguen algunos, a despreciar todo lo que no fuese experimentalismo y estilo floripondioso, aunque no hubiese nada debajo, Ramón J. Sender, pese a que la segunda edición de su primera novela, Imán, alcanzó en 1933 una tirada de 30.000 ejemplares -un best-seller para la época-, fue considerado desde la guerra civil escritor de segunda fila, especie de reliquia extraña de otros tiempos que vivía en el extranjero y se empeñaba en el acto decimonónico, obsoleto, de contar. Olvidando esos mandarines de la culta latiniparla que, en literatura, lo poético puede surgir tanto del estilo como del fondo contextual y que muchas veces lo primero sólo es artificio -cítenme ahora mismo de memoria, si pueden, los títulos de cuatro novelas de Fulano, Mengano o Zutano que en su momento fueron saludadas por la crítica oficial como obras maestras imprescindibles-, mientras que lo segundo es de más denso calado, y permanece. Y explica.
Ahí está, desde mi punto de vista, la clave del Sender novelista. Que nadie en la literatura del siglo XX nos explica España tan bien como él. Ni siquiera Baroja o Blasco Ibáñez en su amplia obra novelesca, ni el Pascual Duarte de Cela, ni Valle-Inclán en su Ruedo Ibérico, ni el Galdós de los últimos Episodios nacionales. Nadie consigue transmitirnos, como Sender en sus muchísimas páginas a veces irregulares, a veces mediocres, a menudo extraordinarias, la desoladora certeza de que el del español fue siempre un largo y doloroso camino hacia ninguna parte, jalonado de ruindad y de infamia. De que la grandeza, el fulgor de nuestra historia, resulta compatible con nuestra miserable condición humana; y que, paradójicamente, una es complemento o consecuencia de la otra, y viceversa. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, por ejemplo, ayuda a comprender y a comprendernos. Ese conquistador visionario y duro, que no deja la coraza y las armas para dormir porque no se fía ni de los hombres a los que arrastra en su locura, con esa carta que escribe al rey de España de igual a igual, liberándose del vasallaje, adiós, Felipe, no eres mejor que yo porque estés más alto, tú matas por personas interpuestas y yo mato con mis propias manos, y asumo el resultado con la arrogancia que dan mis peligros y mi espada. O esos mercenarios catalanes y aragoneses de Bizancio, rodeados de enemigos en el extremo oriental del Mediterráneo, rapaces, crueles y lentos, que entran en combate bajo su propia bandera cuatribarrada, voceando Aragón y San Jorge, y que en ratos libres de la tarea de degollar turcos o vengarse de bizantinos y de varegos se acuchillan con saña entre ellos gracias al virus de la guerra civil que todo español por nacimiento y lleva consigo allí a donde va, por muy lejos que vaya.
Hay novelas de Ramón J. Sender que me gustan más que otras. Sí tuviera que recomendar algunas, aparte de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre y Bizancio, que son mis favoritas, añadiría Imán, Mister Witt en el Cantón, Réquiem por un campesino español y la monumental Crónica del Alba. De modo que, si esta página les abre hoy el apetito senderiano me alegro. Vayan, entonces, y léanse alguna. En esas páginas hay literatura como tiene que ser. Como fue y seguirá siendo siempre, pese a los imbéciles a los falsificadores y a los mangantes.
Arturo Pérez Reverte
El Semanal, 24 marzo 2002
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