José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas (Posición en Kindle1417-1424). Javier Martínez. Edición de Kindle.
SOTILEZA: El velo de Silda (Servando Gotor)
3. El velo de Silda. Una pincelada de Modernidad y simbolismo avant la lettre
Pocas veces habrá llegado el arte de la pluma a representar
con tanta belleza un carácter en embrión y un carácter original y fuerte,
como va a ser el de Sotileza, con tan pocos rasgos y tan exteriores
(Clarín)
Una de las obsesiones de la Modernidad, si no la principal, es el mundo interior, el yo interior. Marcel Proust dedicó a esta obsesión una de las grandes obras maestras de la literatura: A la busca del tiempo perdido[1].
Pereda, en Sotileza, va más hacia la búsqueda del espacio perdido. Nótese bien la diferencia: Proust no busca tanto los lugares de su niñez como el yo inespacial de su infancia. Porque nuestros recuerdos no son espacio sino tiempo. Su medio vital es el tiempo, consiguiendo con los resortes de la memoria que lo que vivimos ayer podamos revivirlo hoy, con mayor o menor fidelidad, con mayor o menor intensidad.
Se trata, en realidad, de valorar más el mundo interno que el externo. La imaginación a la vivencia. Se llega a mantener que todo lo imaginado es vivencia, pero no toda vivencia contiene imaginación. Y esta transciende a aquella. Proust pone en su obra multitud de ejemplos. Así, en una de sus novelas (Por la parte de Swan), el protagonista sufre lo indecible por el amor no correspondido hacia Odette. Al final de la narración reflexiona, y concluye: ¡Y pensar que he echado a perder varios años de mi vida, que he querido morirme, que he sentido mi mayor amor por una mujer que no me gustaba, que no era de mi tipo! [2] Esta afirmación no hace sino acreditar una realidad: que en el amor es más importante el sentimiento o la sensación interna que la experiencia externa: cuando estamos enamorados de una mujer no hacemos otra cosa que proyectar en ella un estado de nuestra alma[3]. Afirmación que quizá contenga una de las tesis fundamentales de la obra de Proust, y que reitera una y otra vez de las formas más variadas. Por ejemplo al sentenciar que, de las cualidades del ser amado, son muy pocas las que realmente le corresponden: en su mayor parte son creación nuestra[4]. Nada nuevo en todo caso, ya que desde antiguo se viene afirmando que "el amor es ciego", y así lo han venido representado multitud de artistas y afirmando numerosos pensadores, muchos filósofos, y multitud de poetas: que toda nuestra realidad ―o la más importante de nuestras realidades― es interiorización, creación interna nuestra.
Y como todo es interiorización, lo externo se queda en un mero pretexto, una coartada o, incluso, una motivación para esa elaboración personal. Y hasta tal punto es ello así que la realidad externa siempre, o casi siempre, decepciona. De hecho, en otra de las novelas del ciclo (A la sombra de las muchachas en flor), analiza Proust la percepción que tuvo de adolescente al cruzarse por la playa con un grupo de niñas: unas muchachas que, de lejos, me habían parecido fascinantes[5]. Se trataba de una visión colectiva y distante y, como tal, a todas las recordó hermosas: aún no había individualizado a ninguna[6]. Pero en los días siguientes volvió a cruzarse con el mismo grupo y, conforme iba concretando poco a poco los rasgos de cada una, ninguna resultaba tan cautivadora como en aquella primera visión fugaz, colectiva y difuminada. De hecho, cuando consigue que le presenten personalmente a la que en esas visiones lejanas más hermosa le había parecido, se produce el desencanto: el conocimiento real pone fin, para nosotros, no solo a las penosas búsquedas ―cosa que solo puede llenarnos de alegría― sino también a la existencia de cierto ser, ese que nuestra imaginación había desnaturalizado[7]. La lejanía es la mejor aliada de la belleza porque excita nuestra imaginación.
Abundando en esto, un antiguo poeta ruso contaba que cuando por la calle caminaba detrás de una mujer a la que no conseguía ver el rostro, su interés por ella crecía y su imaginación se enardecía imaginando miles y miles de facciones hermosas. Si pensaba mucho en esto, acababa por desistir de ver a la mujer, porque por muy hermosa que fuera, aunque fuera la más bella del mundo, esa concreta belleza nunca podría igualar a las miles y miles, a las infinitas facciones maravillosas que su mente había forjado. En el momento en que conseguía ver el rostro de la mujer desconocida (un verdadero choque, un auténtico shock), las miles de hermosas caras que revoloteaban por su cabeza como inaprensibles mariposas, se disolvían en un solo y hasta accesible rostro, en una sola y abordable mujer. Hermosa, sí, pero nunca comparable a las infinitas bellezas que habían pasado por su cabeza. La realidad es única y limitada mientras la imaginación, en cambio, es diversa e infinita. Y lo peor: el encuentro con lo real diluye la riqueza de toda creación interior. Diagnóstico fatal, porque nuestro yo sensible vive encarcelado en esa realidad. Y en ese afán de liberación interna, en ese yo interior e insensible que pugna por escapar, reside el secreto del arte, de su inmortalidad.
Y lo dicho sobre la belleza de la mujer es, por supuesto, extensible a todo lo demás. Por ejemplo a los viajes, a las ciudades, los paisajes… Todo lo elaboramos interiormente, lo "idealizamos", de tal forma que la realidad nunca puede superarlo.
Pues bien, el descubrimiento del yo interno, su primacía sobre la realidad externa, o mejor dicho, el protagonismo que el arte ha dado a la "expresión" de ese yo interno, el caso que se le ha hecho, se exprese como se exprese, se entienda o no se entienda, llegue al receptor o no llegue… todo esto, marca la diferencia entre la Modernidad y cuanto le precede. Por supuesto, siempre con valiosísimas excepciones: el romanticismo lo atisbó, pero se quedó solo en el umbral. Tuvieron que llegar voces como la de Baudelaire y los simbolistas para frenar al arte de sus ímpetus realistas y naturalistas, analistas e integristas de lo real, alertándoles de que lo importante no era retratar esa realidad externa (para eso ya estaba la cámara oscura, invento de la época) sino intentar extraer, escarbar, analizar y explorar nuestro interior. Y para ello, nada como la obra inacabada o, mejor aún, nada como la obra abierta… El matiz, no el color, es lo que nos interesa, dirá Verlaine en su célebre poema L'art Poétique: También deberás buscar / palabras que se presten a equívoco: / nada más valioso que la canción gris,/ donde lo Indeciso se une a lo Preciso. / Es como unos bellos ojos tras unos velos… La sugerencia, más que la afirmación. El velo más que la imagen nítida. Porque la claridad ahoga nuestra imaginación. La aplasta y extermina.
El escritor realista, y especialmente el naturalista, explora la realidad externa como Zola la estación de San Lázaro: a pie de campo. Máquina de fotos a mano, papel y bolígrafo, tomando notas, la mirada atenta, inquisitiva. Todo para conseguir escenas como esta:
Roubaud siguió con la mirada la máquina de maniobras, una pequeña máquina ténder, de tres ruedas bajas y apareadas, que comenzaba a desenganchar el tren, ágil, laboriosa, empujando los vagones sobre las vías de los depósitos. Otra máquina de gran potencia, una máquina de exprés, con dos grandes ruedas devoradoras, esperaba sola, arrojando por su chimenea un espeso humo negro, que subía recto, con lentitud en el aire tranquilo. Pero toda la atención de Roubaud se concentró en el tren de las tres y veinticinco, con destino a Caen, lleno de viajeros y que solo esperaba su máquina.[8]
Al escritor moderno, sin embargo, nada de esto le interesa. Cierra los ojos a la realidad que le circunda y vuelve la mirada hacia su interior. Bastándole un olor, un sabor, o una frase musical, para que obre en él el milagro de un estremecimiento muy superior al que pudieran producirle todos los ruidos y colores, o todas las sensaciones que el mundo externo le ofrece. Se trata de la evocación que ese aroma, ese sabor o esas notas musicales le producen: recuerdos tan vibrantes, tan sólidos, que más parecen vivencias (re-vivencias, repetidas vivencias, ya experimentadas) de un yo profundo. Es la memoria involuntaria. Veamos el ejemplo de la famosa magdalena de Proust, cuyo sabor le transporta hacia cruciales momentos de su niñez:
… me llevé a los labios una cucharilla de té donde había dejado empaparse un trozo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el trago mezclado con migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de mí se producía. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviese la noción de su causa. De improviso se me habían vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que opera el amor, colmándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella esencia no estaba en mí, era yo mismo… Bebo un segundo sorbo… un tercero, que me aporta algo menos que el segundo. Es tiempo de parar, la virtud del brebaje parece disminuir. Es evidente que la verdad que busco no está en él, sino en mí… Dejo la taza y vuelvo hacia mi espíritu. Es él quien debe hallar la verdad. Pero ¿cómo? Grave incertidumbre cada vez que el espíritu se siente superado por sí mismo, cuando él, el buscador, es juntamente el país oscuro donde debe buscar y donde todo su bagaje no ha de servirle para nada. ¿Buscar? Más aún: crear.[9]
Note bien el lector: entre el texto de Zola (1880) y el de Proust (1913) media una diferencia de más de treinta años. Y, además, qué treinta años: los de la crisis de fin de siècle. Esa crisis de valores, de lenguaje, esa crisis brutal que desembocará en la Primera Guerra Mundial: la Gran Guerra.
Pues bien, en Pereda, en realidad un escritor adelantado a su tiempo (y mucho más de lo que pueda parecer), pero de su tiempo, encontramos textos naturalistas y textos ya muy parecidos a los que la modernidad deparará. Así, sin salirnos de Sotileza, vemos que el grado de observación, análisis y descripción de los pataches en nada tiene que envidiar al empleado por Zola para los trenes:
El patache es un barquito de treinta toneladas escasas, con aparejo de bergantín-goleta… puede afirmarse que el patache es un compuesto de tablucas y jarcia vieja. Le tripulan cinco hombres; a lo más, seis, o cinco y medio: el patrón tiene a popa su departamento especial, con el nombre aparatoso de cámara; la demás gente se amontonan en el rancho de proa, espacio de forma triangular, pequeñísimo a lo ancho, a lo largo y a lo profundo, con dos a modo de pesebres a los costados. En estos pesebres se acomodan los marineros para dormir, sobre la ropa que tengan de sobra, y debajo de la que vistan, pues son allí tan raras como las onzas de oro las mantas y las colchonetas. Para entrar en el rancho hay, entre el molinete y el castillo de proa, un agujero, poco mayor que el de una topera, el cual se cubre con una tabla revestida de lona encerada; tapa unas veces de corredera y otras de bisagras. De cualquier modo, si el agujero se cubre con la tapa, no hay luz adentro, ni aire, y si la tapa se deja a medio correr o levantada, entran la lluvia y el frío, y el sol, y las miradas de los transeúntes; porque el patache, en los puertos, siempre está atracado al muelle. (Capt. X).
Para escribir esto nos imaginamos a Pereda en los muelles como a Zola en la estación de San Lázaro: a pie de campo, con el cuaderno de notas en la mano. Y puede que en este caso fuera así. Pero en la mayor parte de su obra, Pereda no nos habla de algo que haya investigado y analizado, sino de algo que ha vivido. Mejor aún: de algo que recuerda, y en el recuerdo lo analiza. No es lo mismo. No es lo mismo retratar la realidad que analizar el recuerdo.
Por eso es fácil encontrar en su obra textos de corte intimista que se acercan ya a la modernidad. Como cuando Andrés ve de cerca la muerte, una muerte por agua que acecha a los pobres marinos que tiene al lado:
¿cabía imaginar un desamparo, una soledad, un desconsuelo más espantoso en derredor de un hombre para morir? Enseguida pasaron por su memoria, en triste desfile, los mártires que él recordaba de la numerosa legión de héroes, a la cual pertenecían los desventurados que le rodeaban, destinados quizá a desaparecer también, de un momento a otro, en aquel horrible cementerio. Y los vio, uno por uno, luchar brevísimos instantes, con las fuerzas de la desesperación, contra el inmenso poder de los elementos desencadenados; hundirse en los abismos; reaparecer con el espanto en los ojos y la muerte en el corazón, y volver a sumergirse para no salir ya sino como informe despojo de un desastre, flotando entre los pliegues de las olas y arrastrados al capricho de la tempestad.
Y viéndolos a todos así, llegó a ver a Mules; y viendo a Mules, se acordó de su hija; y acordándose de su hija, por una lógica asociación de ideas, llegó a pensar en todo lo que le había pasado y fue causa de que él se viera en el riesgo en que se veía, y entonces, a la luz que solo perciben los ojos humanos en las fronteras de la muerte, estimó en su verdadera importancia aquellos sucesos; y se avergonzó de sus ligerezas, de su insensatez, de sus ingratitudes, de su última locura, causa, quizá, de la desesperación de sus padres; y volvió su mortal naturaleza a reclamar sus derechos; y amó la vida, y le espantaron de nuevo los peligros que corría en aquel instante (Capt. XXVIII).
En todo caso, cierto es que Pereda, vive inmerso todavía en esa época de hartazgo realista (sumergido en él) que se extrema y culmina con el naturalismo. Hartazgo que nos llevará, como reacción, a ese simbolismo que, con los posteriores movimientos modernistas y expresionistas, abrirá las puertas a las vanguardias del siglo XX y, sin duda, al cambio más radical en la historia de las ideas artísticas. Interesa el yo interior. Su manifestación. ¿Pero es transmisible? Este es el problema: tan intrasmisible es nuestro yo como impenetrable el yo ajeno. En todo caso, esta intransmisibilidad ¿supone algún problema? En absoluto, porque si lo que nos interesa es el interior, su transmisibilidad, su comunicación, "enajenación" en suma, no importa. O importa como mucho a efectos de catarsis, de terapia: para sacar lo que llevamos dentro, exteriorizarlo, incluso analizarlo para comprenderlo, para comprendernos mejor a nosotros mismos, para oír, sentir, mejor nuestro yo. Incluso nos puede interesar la exteriorización del yo ajeno (si conseguimos descifrarla), pero también solo de modo instrumental: como medio, como criterio de comparación para profundizar mejor en el conocimiento de nosotros mismos.
Esto es la modernidad: el grito, la expresión, del yo interno reivindicando su existencia por encima de la externa. Y a partir de ahí la búsqueda, la interpretación. Y ese debe ser el objeto del arte, no el reflejo de una realidad externa que para contemplarla o analizarla no necesita de representación alguna bastando su mera contemplación; tampoco la imposible representación o descripción detallada del yo impenetrable, inexpresable e indescifrable, sino la mera, pero incitante, sugerencia verlainiana; el simple matiz excitante; el apunte provocador capaz de poner en marcha nuestros mecanismos internos para conocernos mejor a nosotros mismos y conocer mejor a los demás. Al Hombre. Que, en definitiva, es de lo que se trata. Esto es, insistimos, la Modernidad: el descubrimiento, más bien redescubrimiento, de ese yo interior. Y solo excepcionalmente encontramos esa búsqueda en obras anteriores. Y por eso también, Pereda, en general, se halla inmerso, le guste o no, en ese momento de hartazgo realista (ya naturalista), ofreciéndonos en Sotileza un ejemplo más, un buen ejemplo, de las técnicas propias del naturalismo, con alguna excepción como la que acabamos de ver.
Pero hay más. Más excepciones y más sorprendentes. Marcelino Menéndez Pelayo, detecta seguramente la principal. Algo en lo que la crítica literaria debería detenerse y analizar con mayor detalle. El pensamiento artístico de Sotileza, la idea primera ―nos dice en su introducción― es tan honda, que casi parece un enigma.
Pero entendamos bien: no es el enigma pueril en que se deleitan los hacedores de novelas transcendentales. Sotileza es un enigma sorprendido valerosamente, y sin intención ulterior, en las profundidades de la naturaleza humana. El autor le ha planteado; pero en la conclusión le elude más bien que le resuelve. Ha hecho bien, después de todo. En el arte agradan y dominan siempre aquellos personajes en quienes resta un fondo inaccesible a las miradas de la crítica. De este modo quedan como algo simbólico y misterioso, entrevisto en el crepúsculo de la poesía, que adivina tales naturalezas más bien que las penetra.
Sotileza, con ser muy mujer, tiene algo de esfinge tebana, y el autor no ha hecho más que levantar una punta del velo sagrado.
¡El velo sagrado!
Recordemos de nuevo el poema de Verlaine, cuyo título, además, L'art Poétique, tampoco es casual: deberás buscar / palabras que se presten a equívoco: / nada más valioso que la canción gris… Es como unos bellos ojos tras unos velos…[10]
¿Conocía Menéndez Pelayo al escribir estas líneas, en 1885, este poema de Verlaine publicado el año anterior? Llama la atención incluso la expresa alusión al velo.
Lo conociera o no, de lo que no hay duda es que Menéndez Pelayo estaba al corriente de lo que acontecía literariamente en Francia. ¿Lo estaba también Pereda? En todo caso, con Sotileza, lleva a la práctica los mismos postulados poéticos de Verlaine, en lo que a este aspecto, que tan acertadamente destaca Menéndez Pelayo, se refiere.
Y he aquí el descubrimiento de Menéndez Pelayo en su Introducción a Sotileza. Es algo cuyo alcance no acertó a percibir el gran Clarín. Y no solo no acertó a verlo sino que incluso detectándolo lo señaló como una carencia narrativa: el velo de Silda. Y no se trata de desmerecer o elogiar a uno u a otro. Imposible que Clarín, asturiano de Zamora ―y este es un tema que también aborda en su prólogo― "viviera" Sotileza como la vivió el polígrafo cántabro.
Clarín, decimos, lo detecta:
Pocas veces habrá llegado el arte de la pluma a representar con tanta belleza un carácter en embrión y un carácter original y fuerte, como va a ser el de Sotileza, con tan pocos rasgos y tan exteriores.
Lo detecta, pero le parece insuficiente o escaso:
el hilo principal que sigue el autor es el de la vida y pensamientos de Andrés, no el de Sotileza
(…)
Andrés, a pesar de su mérito, perjudica mucho por ocupar demasiado la atención del autor
(…)
lo que yo censuro es que se convierta en lo principal, en lo absorbente en una novela que tiene, gracias al ingenio del autor, elementos de belleza superiores con mucho a la que Andrés
(…)
la callealtera debía ser más suya, figurar ella más; y ese análisis interior que se emplea en Andrés, emplearlo en ella: en ella y en Muergo.
No, no hay que profundizar más, no conviene profundizar más. Definitivamente: el velo de Silda debe mantenerse. A la mirada, a las facciones… más: al interior de Silda, no solo le favorece la indefinición, el sfumato, la sugerencia verlainiana: es que es ahí donde reside toda la esencia y encanto de nuestra protagonista. Y ese desvío de atención hacia Andrés, realmente el personaje que más conocemos y literariamente ―y seguramente por eso― el más débil, sirve precisamente para realzar aún más la oscuridad de Silda. Luego, no sobra. En absoluto sobra.
Y de este modo, con el velo de Silda, Pereda se adelanta a su tiempo. Si bien es cierto que, desde siempre, los más grandes personajes de la literatura están solo sugeridos o, si detallados, inmersos en un mar de sombras: desde el Hamlet de Shakespeare, disuelto en sus dudas, hasta don Quijote ahogado en su delirio. Desde el desorientado Samsa de Kafka, convertido en un asqueroso insecto, al horrorizado Kurtz de Conrad, una voz sin palabras que se busca y no se encuentra, en el corazón de las tinieblas[11]. Y es que, como dice George Steiner, no es ya que el poeta renuncie deliberadamente a la expresión, sino que hay ciertas cosas, ciertas experiencias, que le resultan inexpresables. Impotencia de la que se pone a salvo con el mutismo. Ya Dante, en su Divina Comedia, se hacía eco del problema. Mayor, conforme sus visiones se cargan de un superior misticismo. Hasta que en el canto XXXIII del Paraíso, cuando roza la presencia divina, se rinde:
Mi ver, desde aquel punto, superaba
a nuestro hablar…[12]
Pero en el propio límite del lenguaje reside la grandeza del poema. Porque donde cesa la palabra del poeta comienza una gran luz[13]. Una luz de búsqueda, riqueza y verdad.
Y este es el acierto, más o menos consciente del autor de Sotileza: acertar ―porque hay que acertar como él acierta― en esos pocos rasgos y tan exteriores a los que se refiere Clarín, que posibiliten la sugerencia necesaria para representar con tanta belleza un carácter en embrión y un carácter original y fuerte, como va a ser el de Sotileza. Algo a lo que pocas veces [ha] llegado el arte de la pluma a representar con tanta belleza.
Con todo, hay una vez, una sola en toda la novela, en que el corazón de Silda se nos presenta desnudo. En realidad no es sino una más de esas sugerencias. Pero la que mejor nos permite indagar en la entraña del personaje. Y es, posiblemente por eso mismo, el momento más poético y, seguramente, el más moderno de la novela: cuando, en el capítulo XVI, tras la contemplación de la horrible fealdad de Muergo (que no olvidemos, significa "feo"), con expresión codiciosa, hundiendo al mismo tiempo toda la fuerza de su mirada en las tenebrosas escabrosidades de la cara de Muergo, se le escapan las únicas tres palabras, que en toda la novela brotan desde su interior más sincero:
¡Da gusto mirarle!
Y de aquí, otro debate de calado como solo lo suscitan las grandes obras: el del mito de La Bella y la Bestia. Porque, aunque muchos lo pongan en solfa, está claro que la monstruosidad de Muergo, epíteto que se repite en la novela hasta cuatro veces, constituye el verdadero y oscuro objeto del deseo de Silda. Algo ―y aquí vuelve el determinismo del naturalismo― que estaba en sus genes. Pues, todavía crisálida,
entre tantos puercos y descamisados como andaban por allí, solamente se dolía de la roña y de la desnudez de Muergo. Y Muergo correspondía a estas relativas delicadezas de Silda, riéndose de ella, dándola una patada, o arrimándola un tronchazo como el de la Maruca. ¡Y la preferencia continuaba, por parte de Silda! ¿Por qué razón? Vaya usted a saberlo. Acaso la fuerza del contraste; la misma monstruosidad de Muergo; un inconsciente afán, hijo de la vanidad humana, de domar y tener sumiso lo que parece indómito y rebelde, y de embellecer lo que es horrible; hacer con Muergo lo que algunas mujeres, de las llamadas elegantes en el mundo, hacen con ciertos perros lanudos y muy feos: complacerse en verlos tendidos a sus pies, gruñendo de cariño, muy limpios y muy peinados, precisamente porque son horribles y asquerosos y no debieran estar allí. (Capt. III).
¡Da gusto mirarle! Esta es la explosión de Silda, el único intersticio por el que muestra su alma al lector. Al lector y al propio y desolado Andrés, cuya reacción inmediata obvia acertadamente el autor, para fijar su atención en los dos verdaderos protagonistas:
[Muergo] sintió la puñalada de luz en lo más hondo de sí mismo; conmoviose todo; relinchó como un potro cerril, y cargándose sobre el remo con todos sus bríos bestiales, dio tal estropada, cogiendo a Cole descuidado, que torció el rumbo de la barquía.
En la cara de Sotileza brilló entonces algo como relámpago de vanidad satisfecha, y al mismo tiempo se oyó la voz de Mechelín, que gritaba desde proa, detrás de la vela desmayada y lacia:
―¿Qué haces, animal?
―Na que le importe ―respondió Muergo, relinchando otra vez. (Capt. XVI).
¡Cosa más rara que aquella muchacha!, apostillará más adelante, ya en el capítulo XIX, el asombrado autor/narrador, admirándose y apartándose de la fría objetividad del naturalismo, en la que la opinión del autor no existe: ¡Cosa más rara…! En el mismo sitio en que había domado los ímpetus apasionados de Andrés con su palabra desengañada y su continente esquivo, escuchaba las brutalidades de Muergo con la sonrisa en los labios y el regocijo en la mirada
Y después de esto, nada más dice ni debe decir el autor, ni es lícito preguntarle, ni creíble cualquier opinión que, forzada o no, pueda añadir. Porque el artista solo habla de su obra en su propia obra. Ahí comienza y concluye su expresión, para que finalmente, sea cada lector quien extraiga y module sus propias conclusiones. Y será entonces, y solo entonces, cuando alcanzará la obra sus poliédricos, vivos y esenciales objetivos. Sus verdades.
(El universo de Silda, Servando Gotor)
[1] Proust, 1913-1922.
[2] Proust, 1913:338.
[3] Proust, 1919:733.
[4] El amor se hace inmenso, no pensamos en el poco espacio que en él ocupa la mujer real (…) Esa Albertine [la real] era poco más que una silueta, todo lo que se había superpuesto a ella era de mi cosecha; hasta tal punto prevalecen en el amor las aportaciones que proceden de nosotros mismos (…) sobre las que nos vienen del ser amado. Proust, 1919:754.
[5] Proust, 1919:693.
[6] Proust, 1919:695.
[7] Proust, 1919:766.
[8] Zola, 1880:2-3.
[9] Proust, 1913:43.
[10] VV.AA, 2015:294.
[11] Sobre la poética de la sugerencia, destaca Umberto Eco que la primera vez que aparece una poética consciente de la obra "abierta" es ―como ya hemos visto― con Verlaine. Añadiendo que más extremas y comprometidas son las afirmaciones de Mallarmé: "Nommer un objet c'est supprimer les trois quarts de la jouissance du poeme, qui est faitre du bonnheur de deviner peu à peu: le suggérer… voilà le rève…" Es preciso evitar que un sentido único se imponga de golpe. (Eco, 1962:79).
[12] Steiner, 1961:57-58.
[13] Steiner, 1961:56.
YO SOY Y MI CIRCUNSTANCIA, Y SI NO LA SALVO A ELLA NO ME SALVO YO (José Ortega y Gasset)
LEOPOLDO LUGONES: La invención del cuento moderno (Servando Gotor)
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Así empieza Yzur, uno más de los jugosos
relatos del argentino Leopoldo Lugones (1874-1938), escritor
que sirve de puente entre el modernismo hispanoamericano (Rubén Darío a la
cabeza) y la potente literatura que vendrá después, rebosante de realismo,
ciencia y magia, desde Borges o Bioy Casares hasta Gabriel García
Márquez, pasando por Juan Rulfo.
La narración continúa
en estos términos:
La
primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están
dedicadas estas líneas fue una tarde, leyendo no sé dónde que los naturales de
Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no
a la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los hagan trabajar”.
Semejante
idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en
este postulado antropológico: los monos fueron hombres que por una u otra razón
dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de
los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación
entre unos y otros, el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el
humano primitivo descendió a ser animal.
Subvierte aquí Lugones los postulados
científicamente correctos… aparentemente, claro. Porque lo que dice
no es en realidad tan extraño a la ciencia, siempre tan cara para él. De hecho,
ya había sido un niño precoz con una memoria prodigiosa al que se le
daban maravillosamente las ciencias y las historias. A su familia y a los de su
entorno -dicen- se les caía la baba escuchando sus ocurrencias. Y en
1921 llegó a escribir un folleto sobre la relatividad (El tamaño del espacio) por
el que -cuentan- se interesó el propio Einstein. Lo cierto es que en este
relato parece contradecir -incluso condenar- a Darwin, quien planteó la
teoría de la evolución en sentido positivo. Pero Lugones, en este relato, lo
que plantea es que la evolución en vez de ir en un único sentido de ida o
avance -la denominada Ley de la irreversibilidad evolutiva de Dollo-, puede,
también, retroceder, algo que ya señalaron a finales del siglo XIX las
denominadas teorías de la devolución o des-evolución; esto es: una evolución
hacia atrás, hacia el origen.
Pierre Boulle, en El planeta de los simios (1963)
nos muestra a unos primates que, no tan vagos, sí avanzan hacia el lenguaje, y
ello les llevará inexorablemente a una cierta organización social. Pero
lo que Lugones nos cuenta es que los monos que hoy conocemos no
evolucionaron porque voluntariamente se opusieron a la esclavitud a que el
lenguaje (y con él la organización social) podía arrastrarles. Los
muy listos.
Estas reflexiones/fantasías sobre las posibilidades
de los animales (hoy tan valoradas) las vuelve a repetir Lugones en Los caballos de Abdera, una
distopía, que nos hacer pensar en la transcendencia de los extremismos e
intolerancias, adelantándose así, con un siglo de anticipación, al debate
animalista actual.
Pero no solo de animales se alimenta la evolución;
o lo que es lo mismo, la vida. Porque el
concepto vida es eso: movimiento, evolución y, por tanto: tiempo (la
cuarta dimensión). Y quien posibilita
esos movimientos, es precisamente ese cúmulo de apasionantes fuerzas extrañas, a
día de hoy todavía tan desconocidas, no solo para el hombre de a pie. Y a ese
movimiento y a sus consecuencias están dedicados, más o menos directamente, la
mayor parte de los relatos que componen este fantástico volumen. Asistimos así
a la búsqueda de la energía que rige la
armonía pitagórica de las esferas para utilizarla como herramienta
desintegradora (La
fuerza omega), al estudio de la fuerza delatora de la luz y el
color de los sonidos (La metamúsica), o a la radiación de los olores en ciertas plantas
mortales o flores
del mal (La viola acherontia); a los efectos de
otras fuerzas no menos extrañas capaces, en unos casos, de absorber y
materializar los pensamientos (El Psychon), o desvelarnos un universo
paralelo o de desdoblamientos (Un fenómeno inexplicable), e
incluso hasta plantear cierta hipótesis pretendidamente científica sobre el
comienzo de la vida: Ensayo de una cosmogonía y El origen del diluvio. Esta
última narración con evidentes tintes ocultistas o espiritistas, que no faltan
tampoco a lo largo de todos los relatos, en los que, en todo caso, se desborda
la fantasía pura y simple y sin mayor intento de explicación, como El milagro de San Wilfrido o El escuerzo; de
los que se ha llegado a decir que contenían un realismo mágico avant la lettre. O las
dos soberbias prosas relacionadas con el bíblico final de Sodoma y Gomorra: La lluvia de fuego y La estatua de sal.
Monos, caballos, dobles, máquinas sorprendentes,
armonía de las esferas, pitagorismo, espiritismo… Y todo contado con buenas
dosis de ironía que jalonan la obra de principio a fin, alimentándose —como
toda ironía— de contrastes: la lógica y el absurdo; o lo que es lo mismo: la quiebra de la lógica. Así, razonadas,
y hasta razonables hipótesis científicas, son rematadas con las más variopintas
conclusiones. Y las más curiosas invenciones técnicas para descubrir o utilizar
esas energías, concluyen materializadas en esperpénticas máquinas que acaban
con la muerte, la locura o la mutilación de su propio hacedor, lo que, lejos de
desorientar al lector, lo hacen cómplice del guiño y el sarcasmo del autor, quien
parece castigar con crueldad a sus propios personajes: esos estrafalarios
diletantes que meten las narices donde no deben.
Pero nada de todo esto es gratis: Lugones arrastra
al lector por caminos a veces tortuosos, exigiéndole fe y lealtad. Y solo si somos
capaces de aceptar el reto, disfrutaremos plenamente del siempre merecido y
generoso final, hacia el que todas y cada una de esas sendas conducen.Y, en
definitiva, es esa la esencia del cuento. En ella se encierra el núcleo de toda
su poética: el comienzo -y a partir de él toda la trama- está pensado, diseñado
y tiranizado por el final: en mi principio está mi fin, recordará T.S. Eliot. Final hacia
el que el poeta nos conducirá por caminos y vericuetos insospechados.
Son cuentos
Y el cuento, a diferencia de la novela, no permite
pausas ni distracciones: hay que leerlo de un tirón. La novela exige tregua, el
cuento entrega. En la novela caben respiros, el cuento solo admite frenesí. La novela
invita a la reflexión, el cuento al arrebato.
Eso sí, el recorrido ha de ser verosímil. Y la
verosimilitud se logra con la pormenorización de datos y detalles, lo que
Lugones consigue llevar a niveles científicos, reales o ficticios, pero siempre
con una convincente apariencia de verdad.
Para que la ciencia ficción o la fantasía enganchen es preciso vencer al
descreimiento, lo que solo se consigue con una convincente y recia apariencia
de lógica y coherencia internas impecables.
Pero aún hay algo más, no menos importante que la
coherencia: para que la objetividad resulte creíble tiene que estar siempre
exenta de la mínima exageración emocional. Los narradores de los trece cuentos,
resultan todos ellos consumadamente asépticos en este sentido. El relato discurre por una especie de crónica
descriptiva en que el contador opina lo justo; y cuando lo hace es para
destacar algún detalle fáctico imprescindible en la trama. Y si ese detalle
revela alguna emoción, esta se deduce normalmente del propio dato sin ulterior aliño
ni comentario. Cuando el narrador duda, por ejemplo, de la cordura de un
personaje, lo hace para describir una sensación basada en dos hechos objetivos:
una actuación insensata que presencia, y la impresión que a él le causa esa
actuación (impresión que no por personal pierde objetividad). Así, cuando el
homeópata de Un
fenómeno inexplicable, después de una detallada relación de sucesos
extraños y hasta extravagantes, acaba por decirle al narrador que a veces ve
las cosas dobles porque cada ojo procede sin relación al otro, este concluye: «Era, a
no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto
raciocinio». Sin más.
Objetividad, pues, dato, detalle, coherencia y
distancia, crean la verosimilitud
necesaria para acabar con el descreimiento del lector. Y esta es sin duda la
mejor y mayor aportación de Lugones al cuento moderno. En literatura se pueden
crear universos distintos al nuestro pero siempre han de ser verosímiles. Y nuestro
autor, además, lo hace en un contexto de hipótesis científica que da mayor
valor a sus ficciones.
Lugones da un salto cualitativo en nuestra
Literatura. Su narrativa está muy pero que muy lejos de la de Rubén Darío. Se
aparta radicalmente del florido modernismo dando paso a ese lenguaje tan
preciso como conciso de la Modernidad que consigue impactar con tal fuerza en
el lector, que no necesita de mayores efectos, artefactos ni aditamentos.
Pero, además, esta aparente asepsia y frialdad, no
está reñida con la belleza. La prosa de
Lugones no solo alcanza la sublimidad en muchos momentos, sino también la
belleza. Y como mero ejemplo baste citar, precisamente, uno de los relatos
fantásticos, alejado -solo aparentemente, eso sí- del cientifismo que jalona al
resto: La lluvia de fuego, la
obra maestra de Lugones, según el propio Borges. Y para muchos, desde el plano
estético el cuento más conseguido de Las
fuerzas extrañas.
Servando Gotor