Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado
son
sublimes; macetas con flores, setos bajos y árboles
recortados en figuras son bellos (…)
La noche es sublime, el día es bello
(Inmanuel Kant:
Observaciones sobre el sentimiento
de lo bello y lo sublime)
Porque lo bello no es nada
más que el comienzo de lo terrible
(R.M. Rilke: Elegías de Duino, I)
El placer engendra al cabo de todo, dolor
(Cantar de los Nibelungos 2378d)
1 Clarín y Unamuno. Del Realismo a la
Modernidad.
E
|
n 1895, un Unamuno joven aún pero ya flamante
catedrático de Griego en Salamanca con enor-mes ansias, nunca disimuladas, de
alcanzar la gloria como novelista[1],
pide a Clarín, a la sazón también catedrático, pero de Derecho y en Oviedo, mantener con él una relación epistolar. Huelga
expresar que no había por entonces ni wasap, ni internet… ni siquiera teléfono[2].
Del intercambio de correspondencia entre estos dos universales provincianos[3]
nos han llegado 10 cartas de Unamuno a Clarín durante el último lustro del
siglo[4],
entre otras cosas porque la relación cesó con la muerte de Clarín en 1901 a los
cuarenta y nueve años.
El interés de Unamuno no era casual: Clarín era el
crítico literario no del momento, sino de la época. Además de ser el afamado
autor de La Regenta, segura-mente la mejor novela en español del siglo
XIX, lo que es casi tanto como decir la mejor novela
(stricto sensu) en español de todos los tiempos. Pero es que la
opinión de Clarín como crítico provinciano con eco universal ya era temida y
respetada antes de La
Regenta: su veredicto te hundía o
encumbraba como autor[5].
Y, además, no era en esto hombre de muchos miramientos: sus críticas eran
ácidas y mordaces. Sin compasión. Se empleaba en ellas con la misma dureza con
la que calificaba a sus alumnos de Derecho. En todo caso, La Regenta, y su obra y su vida en general, legitima tamaña
dureza porque acredita que esa misma exigencia al primero que se la exigía era
a sí mismo.
Y, claro, las respuestas epistolares a Unamuno, y
sus referencias críticas, fueron escasas, tardías y, cuando llegaban, no
precisamente muy halagüeñas. Unamuno nunca recibiría de Clarín la ayuda que
esperaba. Sirva de ejemplo cómo concluye la crítica de uno de sus libros (de
ensayo):
Perdóneme Unamuno todas estas
impertinencias. Por lo mismo que le quiero mucho y que espero de su talento
muchísimo, quiero verle impecable, libre de todo error, o que me lo parezca; y,
lo que importa más, lejos de tendencias y maneras que me
parecen contrarias a la higiene del espíritu.[6]
O esta
súplica de Unamuno, referida a Paz
en la guerra (1897), su primera novela:
Vuelvo a rogarle que lea mi
pobre hijo, mi pobre hijo predilecto, y me desengañe en mi ciego cariño, si es
que estoy engañado. Un escritor que hace un librillo de setenta páginas, que
«hace pensar» (…) ¿no merece que un crítico de profesión intente leer la obra
en que enterró su juventud (…)?[7]
«Pero Clarín guardó uno de sus temidos silencios
―dice Calvo Carilla―, y Paz
en la Guerra dormitó en las librerías ante
la indiferencia general. Golpe difícil de encajar para quien por esos años
estaba alimentando desmedidamente una personalidad de hombre público e intentaba
llamar a toda costa la atención, a fin de situarse en una posición social
prominente.»[8]
¿Amores… que matan?
¿Existe un canon artístico absoluto y universal que
nos permita juzgar una obra de arte? Esta es la pregunta clave, siempre de
difícil respuesta seguramente porque carece de ella. El crítico norteamericano
Harold Bloom es uno de los que se ha atrevido a pontificar sobre un supuesto canon occidental [9].
El asunto es complicado y ha sido ampliamente
tratado desde que el hombre es hombre, empezando ―que se sepa― por la propia Poética de Aristóteles. Vaya esto por delante. Y no hay
refrán que menos se ajuste a la realidad que aquel que dice que sobre gustos no hay nada escrito. Falso. Sobre gustos han corrido torrentes de
tinta. Pero de lo que no cabe duda es que el arte no es igual ni en todos los
tiempos ni en todos los espacios. Y que
toda crítica parte de razonamientos. Sí: razonamientos.
Cuando la razón es justo lo opuesto al arte; al menos,
o en especial, al arte
de la Modernidad. Y algo de esto se adivina ya en el reproche de
Clarín a Unamuno cuando en el párrafo anterior al que he transcrito había dicho
esto:
Tampoco estoy conforme con el
poco respeto que Unamuno parece tener al aristotelismo. Aristóteles, el
verdadero, él, no sus derivados, en lo fundamental, en la primera
cuestión metafísica, es de una profundidad que se vislumbra a veces
con verdadera emoción de lo sublime... Pero... ¡hablar de esto sería tan largo,
y relativamente, tan obscuro!
El aristotelismo. O sea: la razón, la lógica.
Y es que, en realidad, Unamuno pertenecía ya a otro
mundo muy distinto al del autor de La
Regenta: Unamuno andaba ya por la
órbita de la Modernidad. Por eso entiendo que Clarín no
estaba legitimado para juzgar a Unamuno (al menos en lo que a la mención
aristotélica respecta), y ello a pesar ―es verdad― de las acertadas analogías
que entre ambos escritores han destacado críticos y biógrafos, y de que
precisamente esta primera novela (Paz
en la guerra) acabara siendo la única
«novela» stricto sensu de Unamuno. Su producción narrativa posterior,
enseguida lo veremos, es otra cosa («nivola», la llamó él).
Y vuelvo aquí a algo meramente apuntado líneas más
arriba: que la novela por antonomasia es la del siglo XIX. Por eso me he
atrevido a decir que La
Regenta es probablemente la mejor novela en español de
todos los tiempos. No la comparo por tanto con obras de otros siglos (y cuando
hablo de siglo no lo hago en términos cronológicos sino
estilísticos).
Dicho lo cual ratifico lo expresado: que Clarín,
autor de la mejor novela en español, no está legitimado por ello para criticar
una obra de Unamuno. Los tiempos son otros, las tendencias dispares, y los
estilos incluso contrapuestos.
Unamuno, como autor, era de una generación
completamente distinta en unos momentos de profundos cambios, y pertenecía ya a
otra mentalidad literaria. Evidentemente, a él (como a todo escritor) le
hubiera gustado haber escrito algo parecido a La Regenta,
o mejor aún la propia Regenta. Pero La
Regenta ya estaba escrita, como
estaban escritas todas las grandes novelas. Las mejores novelas. En francés, en
español y en inglés. Todas. Porque la novela como género, ya lo decía Ortega en
1925, estaba agotada[10].
Por tanto, solo quedaba repetirse. Y cuando se dice que en la novela cabe todo
y todo vale, se está haciendo referencia a otra cosa. O, al menos, no se está
haciendo referencia a la novela del siglo XIX. Porque en la novela del siglo
XIX, tenía su propia poética: ni cabía todo ni valía todo. Estaba sujeta, como
género, a unas reglas muy estrictas. Fuera de aquel siglo sí que había otros
cánones y hasta una enorme flexibilidad, sí. Pero eso no es novela. El Quijote, en este sentido, no sería propiamente una novela.
Por lo demás, el propio concepto de
"género" estaba ya y está (y seguramente lo ha estado siempre) en crisis.
En entredicho[11].
También los grandes tratados de filosofía, la
filosofía misma como género, lo han estado y lo están. Nietzsche ya no es autor
de un sistema exhaustivo, coherente y cerrado, como podían serlo los de Kant,
Hegel o Schopenhauer, sino de una obra fragmentaria en la que se da igual o
superior relevancia al sentimiento o al arrebato inconsciente que a la razón; y
donde poesía y divagación metafísica, o mito y logos, se funden.
Además, es por aquella época en que Unamuno
(literariamente alejado ya de Clarín ―probablemente sin él mismo saberlo―), es
por aquella época que surgen, acaban de surgir o están a punto de hacerlo,
obras literarias como las de Proust, Kafka o Joyce... Ya no son
"novelas", ya no estamos ante aquella "narrativa" más o
menos realista, lógica, estructurada y encorsetada del siglo XIX… Estamos ante
otra cosa. Y juzgar esas obras posteriores con los criterios de una novela no resulta precisamente ni justo ni,
especialmente, muy… razonable.
El propio Unamuno se ha dado cuenta de esto. Se ha
dado cuenta, por un lado, de que Clarín tenía razón al no hacerle mucho caso,
puesto que, en definitiva, era muy poco lo que Paz en la guerra
añadía a lo que hasta entonces ya estaba hecho (y lo estaba todo o casi todo);
y, por otro, y esto era lo principal, esa falta de respeto a Aristóteles
criticada por Clarín, era justo lo verdaderamente novedoso y acorde con la
época: el llamado mal del siglo, al que luego volveré.
Paz en la guerra, ya lo he dicho, será la primera y última novela de Unamuno. Y a partir de ahora, insisto,
escribirá otras cosas: "nivolas". Llámesele como se le llame, él es consciente
de estar haciendo algo distinto, y especialmente de su alejamiento de
Aristóteles; esto es: de la razón, de la lógica, del logos. Porque había sido
Kant quien, en su crítica de esa razón pura, había alertado de que una cosa es
lo que percibimos con nuestro intelecto (con nuestra razón) y otra muy distinta
la realidad en
sí misma de aquello que
percibimos: una cosa es la cosa que vemos, y otra lo que realmente sea esa cosa
(la cosa en sí). En definitiva, la razón, nuestra razón, crea una realidad ―una
realidad paralela que sirve para entendernos― pero esa realidad, objetiva en
cuanto todos la percibimos igual o casi igual, no es necesariamente la
verdadera realidad[12].
El propio Unamuno nos lo expresa así:
La razón es aquello en que
estamos todos de acuerdo, todos o por lo menos la mayoría. La verdad es otra
cosa, la razón es social; la verdad, de ordinario, es completamente individual,
personal e incomunicable. La razón nos une y las verdades nos separan.[13]
Nada nuevo, en todo caso. Ya Heráclito decía algo,
si no igual, sí muy parecido:
Hay un mundo uno y común para
los que están despiertos, pero el que duerme se reduce a un mundo propio.[14]
Y conforme la razón se va extremando en las
ciencias ―pues las ciencias son producto de la razón― y en la vida durante el
siglo XIX, surge un movimiento contrario, una reacción, que evoluciona
precisamente en sentido inverso y que acabará en la denominada Modernidad, tras
un intenso viaje del arte al interior, en palabras de Herich Helle. Al
interior. Esto es alejándonos de la realidad externa, verdaderamente
indescifrable e impenetrable, y centrándonos en lo que realmente somos: lo que
sentimos. Nuestro interior.
Pero ¿qué era la novela stricto sensu,
es decir, la novela del siglo XIX? Realista. Este es el calificativo: era una
narración realista. Fue la Ilustración quien alzó a la razón como la medida de
todo. Se había pasado de una sociedad teocrática, es decir presidida por Dios,
a una sociedad gobernada por la razón (de la Biblia
a la Enciclopedia). Y a lo largo del siglo, conforme la ciencia
avanzaba (y la ciencia se basa en la razón y la lógica; esto es en ese
"aristotelismo" al que Unamuno ya no respeta), conforme avanzaba la
ciencia esta situación se irá extremando. Y se llega así al naturalismo: de
Balzac a Zola. Lukács, el célebre crítico marxista, resumirá este cambio sentenciando
que «allí donde el realista selecciona, el naturalista enumera»[15].
Bien, pues Clarín era naturalista. Nada que ver con lo que acabó siendo
Unamuno. Existen, como es lógico reacciones contra el realismo, y por supuesto
el romanticismo es la más importante.
También lo será después el simbolismo. En ambas reacciones, romanticismo
y simbolismo, primará el sentimiento y el subjetivismo sobre la razón.
2
El mal del siglo. la muerte de Dios y el fracaso de la Razón.
Pero toda esa ruptura, todo este alejamiento de las
reglas, del canon, de la lógica, no es óbice para que, como dice Julián Marías,
aflore «una profunda unidad en toda la
obra de Unamuno (…). Una unidad que llega a ser ―y así lo dice él mismo―
monotonía. El tema de Unamuno es único (…). Por dondequiera que se abra un
libro suyo, se encuentra el mismo ámbito de pensa-miento y de preocupaciones,
mucho más que en los escritores más congruentes y bien trabados.»[16]
No hay estructura, pero hay coherencia.
Y el "tema", no es otro que la cuestión
humana. El afán del hombre por saber quién es, de dónde viene, a dónde va y el
porqué de todo ello: «La cuestión humana es la cuestión de saber qué habrá de
ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de
que cada uno de nosotros se muera»[17].
En definitiva, desvelar ese "secreto de la vida humana", «el secreto
raíz de que todos los demás brotan, es el ansia de más vida, es el furioso e
insaciable anhelo de ser todo lo demás sin dejar de ser nosotros mismos, de
adueñarnos del universo entero sin que el universo se adueñe de nosotros y nos
absorba; es el deseo de ser otro sin dejar de ser yo, y seguir siendo yo siendo
a la vez otro; es, en una palabra, el apetito de divinidad, el hambre de Dios.»[18]
Existencia, dolor, tragedia, lucha o agón
(agonismo). Los baluartes que hasta ahora lo habían sustentado todo habían
fallado: primero Dios y luego la razón. Ya no había dónde asirse. He aquí el
verdadero drama, el verda-dero mal del momento.
Nietzsche pegará un golpe definitivo en la mesa al
constatar que Dios ha muerto. Y, al igual que Diógenes buscaba un hombre en el
ágora ateniense sin encontrarlo, también El hombre frenético de Nietzsche busca a Dios en vano:
Busco a Dios (…) ¿Acaso se ha
perdido? (…) ¿Adónde ha ido Dios? (…) Nosotros lo hemos matado (…) ¡vosotros y
yo! Todos nosotros somos sus asesinos (…) Lo más sagrado y lo más poderoso que
hasta ahora poseía el mundo, sangra bajo nuestros cuchillos (…) ¿No es la
grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de
convertirnos nosotros mismos en dioses, sólo para estar a su altura? ¡Nunca
hubo un hecho más grande ―todo aquel que nazca después de nosotros, pertenece a
causa de este hecho a una historia superior que todas las historias existentes
hasta ahora.[19]
Y sin Dios, el nihilismo. La nada (el
"nadismo" para Unamuno). Toda la historia de Occidente, todos sus
valores, basados en un Dios que hemos eliminado, todo ha sido fruto de un
error. Porque aunque la razón ya se había puesto al frente del Universo con la
Ilustración, la idea de Dios aún seguía ahí, latente, en la retaguardia. Y, de
hecho, la ciencia avanzaba para demostrar ese más allá, incluso para cohonestar
Dios y razón. Un más allá, con o sin Dios. Pero es cuando el conocimiento llega
tan lejos cuando precisamente se muestra incapaz de dar con las causas últimas,
cuando definitivamente nos deshacemos de Dios… y nos entregamos decididamente a
una ciencia y a un progreso que tampoco satisface nuestros deseos de eternidad,
de plenitud.
Y asistimos así, a final del siglo XIX, a un auténtico
y frustrante hartazgo racional. Todo había fracasado. La razón, el
aristotelismo, había degenerado en un positivismo, en un maquinismo, en una
sociedad industrial atroz capaz de generar riqueza para muy pocos y miseria
para muchos. El paisaje urbano viene marcado por el hacinamiento en los arrabales. Y, como
respuesta, las revueltas sociales de mediados de siglo. Todo esto acaban por
retratarlo los artistas naturalistas, objetivos y minuciosos observadores de la
realidad, quienes al igual que los científicos enraízan toda su obra en la
observación. Y ya, hacia finales de siglo, la novela (la novela por
antonomasia, reitero), acaba por mostrarse incapaz de solucionar nada; y sus
altos valores artísticos (poéticos y literarios) terminan por extremarse
conforme se van agotando… Tanto, que Lukács constatará que, cuando Balzac
(realista) describe un sombrero, lo hace porque lo lleva puesto un hombre; sin
embargo la descripción por Flaubert (pre-naturalista) de la gorra del marido de
Enma Bobary es una mera pieza de blasonería técnica. Y es que la ciencia, el
maquinismo, la sociedad industrial, en suma, ha llevado al hombre a una
relación distinta con el objeto. La producción en masa ha impuesto las modas y
el uniformismo; en suma: la cosificación de nuestras vidas[20].
Y así, cuando Zola, en París, se presenta en la
estación de San Lázaro para documentarse perfecta y minuciosamente, máquina de
fotos a mano, papel y bolígrafo en ristre, tomando notas, la mirada atenta,
observadora, inquisitiva, como un auténtico científico en su laboratorio… raya en lo ridículo. Tanto, como cuan-do,
luego, vuelca caligráficamente toda esa observación en su novela:
Roubaud siguió con la mirada
la máquina de maniobras, una pequeña máquina ténder, de tres ruedas bajas y
apareadas, que comenzaba a desenganchar el tren, ágil, laboriosa, empujando los
vagones sobre las vías de los depósitos. Otra máquina de gran potencia, una
máquina de exprés, con dos grandes ruedas devoradoras, esperaba sola, arrojando
por su chimenea un espeso humo negro, que subía recto, con lentitud en el aire
tranquilo. Pero toda la atención de Roubaud se concentró en el tren de las tres
y veinticinco, con destino a Caen, lleno de viajeros y que solo esperaba su
máquina.[21]
Hartazgo de
realidad (naturalismo), de la razón, de la ciencia, de la observación del
entorno circundante, que no ha servido sino para hacernos peores en una
sociedad peor.
Muerte, por tanto de Dios, y muerte de la razón. Nietzsche,
como hemos visto, certifica la primera; y Hofmannsthal, el gran poeta vienés,
constatará metafóricamente la de la razón. Y lo hará enmudeciendo, porque es en
la voz, en el habla, donde la razón reside:
Mi caso es, en resumen, el
siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente
sobre ninguna cosa (…) las palabras abstractas, de las que, conforme a la
naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se
me deshacían en la boca como setas mohosas[22].
Algo parecido le ocurrirá al Gregor Samsa de Kafka
cuando, convertido en un asqueroso insecto, quiere contestar a la dulce voz de
su madre y le resulta imposible hacerlo:
Gregor se asustó, al oír su
propia voz que respondía, pues aunque era, inconfundiblemente, la de siempre,
salía como desde muy abajo y mezclada con un doloroso e irreprimible pitido que
solo en un primer momento permitía oír con claridad las palabras, para luego,
cuando, cuando resonaban, deformarlas de tal modo que uno no sabía si había
oído bien[23].
Es el nuevo hombre de aquel periodo crítico de
entresiglos: póstumo para Nietzsche, mudo para
Hofmannsthal, desorientado para Kafka y sin atributos
para Musil. Un hombre cerrado en sí
mismo. La realidad exterior ni la entiende, ni le interesa, y el exterior, el
contexto en suma, se torna "kafkiano".
Proust, el gran escritor francés, también contempla
el exterior desde un interior en cuya memoria se refugia. Y le bastará un olor,
un sabor, o una frase musical, no para quedarse con su percepción inmediata y
pasajera (real pero no por ello auténtica ni verdadera), sino para que obre en
él el milagro de un estremecimiento muy superior al que pudieran producirle
todos los ruidos y colores, o todas las sensaciones que el mundo externo le
ofrece, y que venían siendo el arsenal artístico del realismo. Se trata de la evocación
que ese aroma, ese sabor o esas notas musicales le producen: recuerdos tan
vibrantes, tan sólidos, que más parecen vivencias (re-vivencias, repetidas
vivencias, ya experimentadas) de un yo profundo. Es la memoria
involuntaria. Veamos el ejemplo de la famosa magdalena de Proust, cuyo
sabor le transporta hacia cruciales momentos de su niñez:
… me llevé a los labios una
cucharilla de té donde había dejado empaparse un trozo de magdalena. Pero en el
instante mismo en que el trago mezclado con migas del bollo tocó mi paladar, me
estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de mí se producía. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviese la noción de su
causa. De improviso se me habían vuelto indiferentes las vicisitudes de la
vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que
opera el amor, colmándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella
esencia no estaba en mí, era yo mismo… Bebo un segundo sorbo… un tercero, que
me aporta algo menos que el segundo. Es tiempo de parar, la virtud del brebaje
parece disminuir. Es evidente que la verdad que busco no está en él, sino en
mí… Dejo la taza y vuelvo hacia mi espíritu. Es él quien debe hallar la verdad.
Pero ¿cómo? Grave incertidumbre cada vez que el espíritu se siente superado por
sí mismo, cuando él, el buscador, es juntamente el país oscuro donde debe
buscar y donde todo su bagaje no ha de servirle para nada. ¿Buscar? Más aún:
crear[24].
Y desde el punto de vista literario, uno se
pregunta: ¿qué es esto? ¿novela o ensayo? Nótese bien: entre el texto que hemos
reseñado de Zola (1890) y este de Proust (1913) media una diferencia de más de
veinte años. Y, además, qué veinte años: estos de la crisis de fin de siècle.
Esa crisis de valores, de lenguaje, esa crisis brutal que, a la postre,
desembocará en la Primera Guerra Mundial: la atroz Gran Guerra; y después, en
las vanguardias artísticas y en una segunda contienda mundial tan cruel e inhumana
como la anterior.
Pero estamos donde estamos, no desviemos nuestra
atención. Nos encontramos en ese momento crítico de cambio de siglo, en que la
razón se ha estancado en sus propios límites. Y este es, en definitiva, el tan
mentado "mal del siglo": cuando la razón toca fondo, aparece la
tragedia, la existencia trágica, el pensamiento, el conocimiento trágico. La confianza extrema en la ciencia ha dejado
paso a veces a la melancólica cuando no a la trágica constatación de su
incapacidad no ya para resolver, sino para plantear convenientemente las únicas
cuestiones que importan: aquellas que conciernen al origen del hombre, a la ley
de su conducta y a su destino futuro. Un proceso en el que va tomando cuerpo
implacable el desencanto ante la civilización industrial. Un proceso de quiebra
de las ilusiones del optimismo ilustrado y de impugnación, cada vez más
exaltada, del positivismo científico, del naturalismo literario y, en general,
del utilitarismo como ideología. Un proceso, en definitiva, cuyo desenlace tomó
cuerpo inquietante en la crisis finisecular: en la crisis de la “conciencia
burguesa”, con su cultura objetivista y calculadora[25].
Y muerto Dios y la razón, sin habla, todo resulta
confuso, difuminado, nebuloso… Todo es… niebla.
El ciudadano (porque ahora prima el hombre de la
ciudad), no tiene dónde asirse: Dios ha muerto, y la razón ha fracasado. El
sentido de la vida ha quedado sin respuesta. Ya no hay una explicación ni
teológica ni científica (racional) que nos aclare de dónde venimos ni qué nos
espera después de esta extraña vida. Estamos aquí sin saber cómo, ni por qué,
ni para qué. Padecemos, sufrimos, andamos sumergidos en el más absoluto desconocimiento
del sentido de la vida. Y, ahora, por vez primera… sin esperanza. Sin esa
esperanza que nos proporcionaba primero Dios y luego la razón. Esta es la
llamada angustia existencial; este el sentimiento trágico de la vida. Hasta los ideales secularistas del
racionalismo para responder a una síntesis hegeliano/positivista (el propio
Unamuno lo intenta en el contexto del krausismo imperante) y la teología
racional se han mostrado incapaces de encontrar la más mínima explicación. Y
asustados, asombrados, frustrados, acabaremos optando por encerrarnos en
nosotros mismos rozando incluso el silencio… Optando por la expresión personal,
subjetiva, y por ello, difícilmente transmisible, inteligible. Por un mundo
propio como es el de los sueños. Nada nuevo, por lo demás: ya hemos visto que Heráclito hablaba de esto
hace más de veinticinco siglos:
Hay un mundo uno y común para
los que están despiertos, pero el que duerme se reduce a un mundo propio.[26]
La expresión humana sublime por excelencia, la
artística, cerrada en sí misma, se volverá así ininteligible porque
ininteligibles son los sueños. Y al ser ininteligibles serán intransmisibles, intransitivos… Hasta Rilke hablará de un amor intransitivo como el único, el verdadero amor,
porque nosotros,
allí donde sentimos, nos evaporamos; ay nosotros
respirando, salimos
de nosotros; y nos disipamos, de ascua en ascua
Nuestros
sentimientos son tan íntimamente nuestros, que al menor contacto con el
exterior se desvanecen[27]: el amor más intenso se disuelve al primer
contacto con la realidad: en el primer abrazo.
Tampoco es casualidad que sea en esa época en la
que nace el psicoanálisis, en un intento de penetrar en el interior propio y en
el ajeno, en un intento de interpretar y encontrar una explicación a nuestros
sueños, a nuestra inconsciencia, a nuestro interior. Si el hombre se encierra
en sí mismo, abordémosle desde dentro.
En resumen, tres graves cuestiones: una realidad
externa que no nos interesa o no la alcanzamos a percibir o nada nos soluciona;
un encerrarnos en nosotros mismos como consecuencia de ese desinterés; y un
conflicto irresoluble, una tragedia (en palabras de Cerezo Galán), como consecuencia de esa contradicción
irresoluble entre nuestra consciencia de sabernos mortales y nuestro deseo de
eternidad.
Este es el contexto en el que se desarrolla la obra
y la vida (o la vida y la obra, tanto da) de Miguel de Unamuno. Esa la niebla y ese el sentimiento
trágico de la vida.
3
la muerte de Sócrates. El remedio del arte.
Y ante esta tragedia, ante ese mal del siglo, ¿qué
que nos queda? El arte. El remedio del arte. Al hombre del siglo XX solo le
queda refugiarse en el arte. ¿Solo? Nietzsche, figura capital en el crudo
análisis del estado mental de Occidente, sale inmediatamente al paso:
Puede, tal vez, que (…) parezca chocante que se tome tan
en serio un problema estético (…) [si no se tiene] del arte otra
concepción que no sea la de un pasatiempo agradable, la de un repiqueteo
perfectamente prescindible situado junto a la 'seriedad de la existencia' (…)
Que sirva de enseñanza a estas personas serias mi convencimiento de que el
arte es la tarea suprema y la actividad propiamente metafísica de esta vida.
En este sentido se manifiesta el hombre a quien, como sublime precursor de la lucha en este camino, quiero dedicar
este escrito.
El Arte, con mayúscula.
Y reitero lo subrayado: «el arte es la tarea
suprema y la actividad propiamente metafísica de esta vida». Muerto Dios y la
Razón, es lo único que nos queda.
¿Pero no era el arte, precisamente, el templo de la
belleza? No. No, necesariamente. ¿No era el arte la imitación de la naturaleza?
Tampoco, necesariamente. ¿Acaso puede concebirse un arte de lo horrible y lo
terrible, un arte de lo feo? Por supuesto. ¿Qué es, entonces el arte? La
expresión, no solo de lo bello sino también y sobre todo de lo sublime.[28]
Y en España contamos con la obra de un genio tenido por tal, precisamente por
haberse adelantado a su época en esta concepción del arte: Goya y sus pinturas
negras.[29]
Nietzsche en esa su obra emblemática, El origen de la tragedia, al preguntarse por qué es precisamente en Grecia donde
surge la tragedia, sentencia que aparece allí justo como respuesta, como
reacción al hartazgo racionalista, al que también se llegó entonces. Ese hartazgo cuya imagen plástica nos la
ofrece la muerte de Sócrates, adalid del racionalismo ―maestro de Platón y este
de Aristóteles―, crítico de la tragedia
griega precisamente por representar lo contrario a la razón: arte y ciencia se
excluyen. Sócrates aceptará su injusta condena a muerte por haber negado a los
dioses y corrompido a la juventud, alejándola de los principios de la
democracia. Y hasta desechará eludirla a cambio de una ridícula multa ("en
tan poco valora el Estado la vida de un hombre"), o mediante una huída que
ya tenían preparada sus amigos. No, aceptó el cumplimiento de la ley.
¿Y a qué se dedica mientras espera su ejecución ya
inapelable? A la música, a poner música a una fábula de Esopo. Sus amigos
quedan absortos, porque él siempre había rechazado la música como contraria a
la filosofía y al razonamiento: «Oh, Sócrates trabaja en componer música». Y por
eso Nietzsche se pregunta si tanto la razón como las artes no suponen en
realidad, ambas, una evasión una huída:
¿Acaso el cientifismo no es otra cosa que miedo, una
huida del pesimismo, un sutil modo de defenderse de… la verdad… y hablando
moralmente, algo así como una cobardía y una insinceridad; hablando
inmoralmente, una astucia? ¡Oh Sócrates, Sócrates! ¿Fue quizás éste tu secreto?
¡Oh irónico misterioso! ¿Tal vez fue esta tu… ironía?...[30]
¡Música! ¿Hasta el propio Sócrates adolecía de cierto
hartazgo de racionalismo? En todo caso, puestos a buscar remedios a esa angustia, a
ese afán de eternidad, aun tenemos otra salida:
el que el propio Unamuno llama erostratismo. Su alter ego
en Amor y pedagogía (1902), Fulgencio Entrambosmares, nos lo explica:
¿Sabes quién fue Eróstrato?
Fue uno que quemó el templo de Éfeso para hacer imperecedero su nombre; así
quemamos nuestra dicha para legar nuestro nombre, un vano sonido, a la
posteridad. ¡A la posteridad! Sí, Apolodoro ―cogiéndole de una mano―, no
creemos ya en la inmortalidad del alma y la muerte nos aterra, nos aterra a
todos, a todos nos acongoja y nos amarga el corazón la perspectiva de la nada,
del ultratumba, del vacío eterno. [...] Y como no creemos en la inmortalidad
del alma, soñamos en dejar un nombre, en que de nosotros se hable, en vivir en
las memorias ajenas.
Erostratismo que, en última instancia, será el único atisbo que
Unamuno alcanzara a saborear en vida: la fama y gloria que a través de su obra
consiguió y la consciencia de que le sobreviviría.
4
De las novelas a las ‘nivolas’. Del dato conciso al concepto nebuloso.
Lo cierto es que fue en este contexto finisecular de
hartazgo de la razón donde se formaron los escritores de la Generación del 98,
Unamuno entre ellos. Sus novelas, a las que, salvo a la primera (Paz en la guerra, 1897), él no llama novelas, sino nivolas, ya hemos visto que son otra cosa. En Niebla o, en La tía Tula, por ejemplo, detalles como los que caracterizan a Zola brillan por su
ausencia: no sabemos el lugar, ciudad o pueblo (espacio), ni la época (tiempo)
en que se desarrolla la trama. De sus personajes ignoramos cómo son
físicamente, y a menudo hasta la edad que tienen. La mayor parte de las veces
desconocemos si la acción transcurre en invierno o en verano, si hace frío o
calor, etc. Porque lo que interesa no es retratar la realidad (para lo que
además ya había irrumpido la fotografía) sino conocer al personaje por dentro:
en su interior. Nada que ver con el realismo, ni mucho menos con el
naturalismo. Nada que ver con… Clarín. Como muestra, véase el comienzo de La
Regenta:
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur,
caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr
hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los
remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de
acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como
mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues
invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas
sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y
brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes
hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de
papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y
arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un
escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano
siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo
entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que
retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de
la catedral, poema romántico de piedra…[31]
La descripción minuciosa está en la misma línea
naturalista que la ya transcrita de Zola. Y llegado a este punto, se comprenderá
el poco caso que Clarín le hacía al joven Unamuno: hablaban, ya, lenguajes
distintos.
Frente a estas narraciones realistas (en este caso
naturalista), el carácter intimista de las novelas de Unamuno omite casi por
completo los detalles externos. Niebla o La tía Tula,
repito, se desarrollan en una ciudad y en una época desconocidas. Cierto que se
pueden identificar con Salamanca a principios de siglo. Pero tiempo y espacio
son ficticios y poco o nada importan ni aportan al desarrollo, la trama o la
finalidad última de ambos relatos: la angustia existencial. «No es que Unamuno
niegue la existencia de la realidad exterior; lo que cuestiona es su primacía.
El hombre, sí, tiene que habérselas con esa realidad exterior; pero se hace a
sí mismo (…) La verdadera persona es la de dentro, y al tener que transigir con
el mundo de fuera surge el conflicto de que se nutre la novela; pero la
observación de los datos externos nada nos dice acerca de la persona, cuya
verdadera esencia exige un esfuerzo creativo para llegar a comprenderla. En
términos filosóficos podría decirse que Unamuno adopta un método ontológico y
no fenomenólogico para el estudio del ser humano»[32].
La crítica es prácticamente unánime en considerar que estamos ante una ciudad de ficción y no en
Salamanca «aunque la presencia de lugares como el jardín de la Alameda y la
iglesia de San Martín nos lleven a pensar lo contrario»[33].
Y otra de las características fundamentales del
nuevo modo de narrar consiste en el empleo del monólogo interior
y del flujo de consciencia. La diferencia fundamental entre uno y otro es que
el monólogo interior se nos presenta ordenado (racionalizado) por el narrador,
y por tanto se trata de un texto gramatical y sintácticamente correcto,
mientras que el flujo
de consciencia lo vierte el autor en la
narración tal y como se supone discurriría por el pensamiento del personaje; es
decir: desordenado y sin sujeción a regla alguna; de modo que el lector ―y ese
es el efecto buscado― tiene la impresión de haber tomado posesión de la mente
del personaje. En realidad, el flujo de
consciencia viene a ratificar lo dicho por Heráclito: que, a diferencia de
nuestras relaciones con el exterior, las cuales se ajustan a un código común,
convencional y razonable, el mundo de los sueños (el de nuestro interior) es
libre, personal y desordenado, al margen de toda convención; y es este segundo
mundo el que se nos intenta presentar mediante el flujo de conciencia (stream of
consciousness), expresión deudora de la Psicología,
cuyo padre, William James, la acuñó en sus Principios de la Psicología[34].
El ejemplo paradigmático del uso extremo de esta
técnica lo encontramos en el Ulises (1922) de Joyce. Entremos por un momento, un
momento cualquiera, en la mente de Leopold Bloom, su protagonista:
Tiempo divino realmente. Si la vida fuera siempre así.
Tiempo de críquet. Sentarse bajo los parasoles. Tiempo tras tiempo. Fuera. Aquí
no saben jugar a eso. Cero a seis palos. Aun así el capitán Culler rompió una
ventana en el club de Kildare Street con un pelotazo dirigido a la izquierda
del bateador. La feria de Donnybrook está más en su línea. Y la de cráneos que
partíamos cuando M'Carthy salía al campo. Ola de calor. No durará. Siempre
pasando, fluir de la vida, que en el fluir de la vida rastreamos es más querido
queee todo.[35]
Siete años después, esto es, en 1929, Faulkner, en
un tour de force, eso sí, bajo la influencia del Ulises, remedó monólogos similares en El ruido y la furia, yendo más allá, puesto que esta vez nos introduce
en la mente de… un enfermo mental (Benjy):
Yo no lloraba, pero no me podía parar. Yo no lloraba,
pero el suelo no se estaba quieto y luego lloré. El suelo no dejaba de subir y
las vacas corrían colina arriba. T.P. intentó levantarse. Volvió a caerse y las
vacas bajaron corriendo por la colina. Quentin me cogió del brazo y fuimos
hacia el establo. Entonces el establo no estaba allí y tuvimos que esperar a
que volviera. No lo vi llegar.
Vino por detrás de nosotros y Quentin me sentó en la
artesa donde comían las vacas. Me agarré. Aquello también se marchaba y me
agarré. Las vacas volvieron a bajar corriendo por la colina después de
atravesar la puerta. Yo no me podía parar. Quentin y T.P. subían peleándose por
la colina. T.P. rodaba colina abajo y Quentin lo arrastraba hacia arriba.
Quentin golpeó a T.P. Yo no me podía parar.[36]
Pues bien, en Niebla,
la nivola, publicada en 1914, pero escrita en 1907, aunque no llegamos a
encontrarnos estos extremos flujos
de conciencia, sí está ya plagada de
monólogos interiores. Tomemos, sin ir más lejos el primero de los capítulos:
Pero aquel chiquillo ―iba diciéndose Augusto, que más
bien que pensaba hablaba consigo mismo―, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el
suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los
animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja.
Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con
quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer.
Pero es que ya la segunda novela de Unamuno, Amor y pedagogía, publicada en 1902, contenía numerosos monólogos
interiores mediante los cuales ―como señala Garrido Ardila―, «abre el interior más íntimo de sus
personajes. Ello ya lo había logrado antes Pardo Bazán en Insolación. La diferencia fundamental es que Unamuno logra que
en esos monólogos se llegue al subconsciente de los personajes y se redondeen
los primeros ejemplos de flujo de conciencia en lengua española. Ello además de
que Unamuno perfeccionará la técnica en novelas posteriores, sobre todo en Niebla y en Abel
Sánchez. Esto es, que Amor y pedagogía es la primera de las novelas españolas que, a lo
largo del siglo XX, recurrirán al monólogo interior como técnica de
interiorización»[37].
Y en La tía Tula, escrita en 1907, aunque
abunda el diálogo, también tiene algún antológico ejemplo de monólogo interior.
Baste entresacar, ya en el primer capítulo, el del don Primitivo, el tío cura
de Rosa y Tula:
¿para qué me voy a meter en sus inclinaciones y
sentimientos íntimos? Lo mejor es no hablarles mucho de eso, que se les abren
demasiado los ojos. Aunque... ¿abrirles? ¡Bah!, bien abiertos los tienen, sobre
todo las mujeres. Nosotros los hombres no sabemos una palabra de esas cosas. Y
los curas, menos. Todo lo que nos dicen los libros son pataratas. ¡Y luego, me
mete un miedo esa Tulilla...! Delante de ella no me atrevo..., no me atrevo...
¡Tiene unas preguntas la mocita! Y cuando me mira tan seria, tan seria..., con
esos ojazos tristes ―los de mi hermana, los de mi madre. ¡Dios las tenga en su
santa gloria!―. ¡Esos ojazos de luto que se le meten a uno en el corazón...!
Muy serios, sí, pero riéndose con el rabillo. Parecen decirme: "¡No diga
usted más bobadas, tío!" ¡El demonio de la chiquilla!
5
Niebla. La angustia de un esteta aburrido
Ya he hecho referencia a la angustia existencial
que produce nuestro enfrentamiento, nuestra lucha (agón) por el no ser,
esa tragedia propia y exclusiva del hombre: su consciencia de la muerte
enfrentada a su deseo de eternidad. Ahí está la clave, el grave conflicto,
el sentimiento trágico de la vida,
el origen de toda filosofía y de toda religión.
A Unamuno, si le dieran a elegir, se inclinaría
antes, y sin dudarlo, por la resurrección de la carne ―a la manera judaica― que
por la inmortalidad del alma ―a la manera platónica―[38].
A él no le interesa otra vida ni, por
tanto, una vida de su alma como algo distinto a su cuerpo y mente (cuerpo y
mente a los que sin duda identifica con su yo): «Lo que
en rigor anhelamos para después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta
misma vida mortal, pero sin más males, sin el tedio y sin la muerte»[39].
Así de claro.
Pero una cosa es el deseo y otra muy
distinta la realidad. Unamuno, ante sus dudas religiosas y existenciales, se
aferrará al erostratismo, persiguiendo y consiguiendo finalmente ese nombre,
esa fama literaria que haya de sobrevivirle. Única inmortalidad a la que puede
y quiere aspirar.
Bien, pues en 1935, ya setentón y en el umbral de
esa muerte que tanto aborrecía, lejos ya de aquel joven que en 1895 pedía
cartearse con Clarín, puede jactarse ya, y se jacta, de haber ganado su batalla
personal a la inexistencia, al haber alcanzado la gloria literaria: «Obras mías [nos dirá en el Prólogo a Niebla[40]] han conseguido verse traducidas ―y sin mi
instancia― a quince idiomas diferentes ―que yo sepa― y son: alemán, francés,
italiano, inglés, holandés, sueco, danés, ruso, polaco, checo, húngaro, rumano,
yugoslavo, griego y letón; pero de todas ellas la que más traducciones a
logrado ha sido esta: Niebla.»
Será su obra, y por tanto el arte, el remedio de
aquella su angustia vital. La única forma de eternidad. Y, entre su obra, si
bien la filosófica alcanza la cumbre con Del sentimiento trágico de la vida, va a ser Niebla
―trasunto literario de aquella[41]―
la que le proporcione la mejor respuesta a su erostratismo. Forzoso remedio.
Se inscribe, pues, Niebla
en el marco de este sentimiento trágico, en el que su protagonista, Augusto
Pérez, un hombre débil que ha perdido a su madre, única que le proporcionaba
seguridad, se autoengaña pretendiendo querer enamorarse para dar sentido a su
vida, cuando en realidad lo único que busca es una mujer que llene el enorme
vacío que la madre le ha dejado. Es un hombre sin genio, sin carácter y sin
problemas, aburrido en suma; y un soñador y un esteta, pero sin ninguna meta
transcendente. Por si fuera poco acaba fijándose en Eugenia, una mujer fuerte,
como su madre, profesora de piano que odia la música, y que no solo lo rechaza
sino que lo utiliza y hasta se burla descarnadamente de él. Y esa burla será la
que le hará tomar conciencia de sí mismo. «El dolor resulta ser la puerta de
acceso a su verdad sustancial (…) En este trance doloroso, Augusto ha
encontrado su carácter, es el burlado por amor. Por eso puede ahora tomar una
decisión radical sobre sí mismo, como es el suicidio, el acto soberano de disposición
de sí».[42]
Pero es justo cuando toma conciencia del conflicto existencial, cuando constata
precisamente que no es nadie, que es mero personaje de un autor que puede hacer
de él lo que quiera como Dios hace con sus creaciones.
Con todo, y aun perteneciendo a ese momento de
crisis finisecular, al que ya nos hemos referido como el "mal del
siglo", ―o quizá precisamente por eso mismo― la obra también está escrita en
clave humor. La novela no quiere ser una novela sino otra cosa. Algo que
mezcle, o mejor, fusione, ficción y realidad. En que protagonista y autor
interactúen. Así, incluso hasta el prólogo principal esta redactado por un
personaje de ficción, amigo de Augusto, el protagonista que también aparecerá
en diversos capítulos: Víctor Gotí. Fusión y confusión. Realidad y ficción. Tragedia
o sentimiento trágico, pero también humor.
El propio Gotí ya nos advierte en su prólogo que «don
Miguel tiene la preocupación del bufo trágico y me ha dicho más de una vez que
no quisiera morirse sin haber escrito una bufonada trágica o una tragedia bufa,
pero no en que lo bufo o grotesco y lo trágico estén mezclados o yuxtapuestos,
sino fundidos y confundidos en uno».
Y eso será Niebla: esa bufonada trágica
o tragedia bufa pretendida. Un retrato de la angustia existencial de su
protagonista en clave de sutil humor. Y el mismo Gotí va a reconocer, en el
capítulo 25 que a él también le gusta la bufonería: «no te lo niego. Gusto de la bufonería». Si bien, «no me agradan sino
los chistes lúgubres, las gracias funerarias. La risa por la risa misma me da
grima, y hasta miedo. La risa no es sino la preparación para la tragedia». A lo
que Augusto le responde con ese recelo que Unamuno achaca a la mayor parte de
los españoles: «Pues a mí esas bufonadas crudas me producen un detestable
efecto.»
Para Antonio
Vilanova, la fuente originaria de
la concepción del bufo trágico en el que Unamuno está empeñado reside «en la
teoría de lo grotesco formulada por Víctor Hugo en el famoso prólogo de Cromwell
(…) [donde] expone por vez primera los caracteres fundamentales del
drama romántico, concebido como el resultado de la fusión de lo sublime y lo
grotesco (…) A partir de aquel momento, escribe Víctor Hugo, 'la Musa moderna
contemplará las cosas con una visión más amplia y más elevada. Descubrirá que no todo en la creación es humanamente
bello, que junto a lo hermoso existe lo feo, al lado de lo armonioso lo
deforme, detrás de lo sublime lo grotesco, el mal junto al bien, la luz junto a
las tinieblas'».[43]
En la propia obra y en otro prólogo firmado por
Unamuno, se explicará y definirá el término "nivola" y su relación
con "niebla". Para Endres «la palabra "niebla" contiene
deliberadamente toda una gama de sentidos. Principalmente debe entenderse, en
un contexto filosófico existencialista, como metáfora del mero pasar la vida,
inconsciente y sin metas (…) Pero hay más (…) la palabra "niebla" (…)
connota lo difuso y lo que no se distingue con claridad (…) el complejo juego
entre ficción y realidad.»[44]
La nivola en definitiva es una broma; un nombre más para un extraño género (o
subgénero) en el que hay mucho diálogo y mucho monólogo; en el que se fusionan
diversas ficciones y diversas realidades, y en el que se plantea todo de modo
nebuloso, dejando muchas dudas, muchas perspectivas y muchas cuestiones sin
resolver. Niebla, mucha niebla.
Pero, ¿qué es la niebla? Todo. Eso es la niebla:
todo. Porque cuanto más pobre resulta
nuestra percepción sensorial sobre un objeto concreto más se enciende nuestra
imaginación para percibir no lo que ese objeto es (que eso ya señaló Kant que
nunca lo sabremos); ni tampoco lo que de él nos llega, sino lo que quisiéramos
que fuera, presentándose entonces ante nosotros perfecto y, por tanto, irreal.
Y nuestras divagaciones crecen y crece la perfección y la irrealidad, y crece
nuestra angustia y nuestro deseo; en resumidas cuentas: la etérea
irracionalidad. Por eso Verlaine apelaba solo al esbozo. No al color concreto y
acabado, sino tan solo al matiz. Al
trazo difuso, nebuloso. A la obra inacabada o, mejor aún, a la obra
abierta… El matiz, no el color, es lo
que nos interesa, decía en su célebre poema L'art Poétique:
También deberás buscar / palabras que se
presten a equívoco: / nada más valioso que la canción gris,/ donde lo Indeciso
se une a lo Preciso. / Es como unos bellos ojos tras unos velos… La sugerencia, más que la afirmación. El velo más que la imagen nítida.
Porque la claridad ahoga nuestra imaginación. La aplasta y extermina. Todo lo
contrario a los naturalistas, que habían llevado al extremo el culto al dato
preciso y concreto, como hemos visto en Zola y en Clarín.
Pero en esto, en este romper las reglas, la lógica,
los géneros y sistemas, e indagar en el interior, en el de los personajes, en
el del autor y en el nuestro como lectores, como espectadores, en esto estriba
el cambio de los siglos XIX al XX. El
mundo externo se nos presenta ya sin Dios, sin razón, como se le presenta la
vida a Augusto con la ausencia de su madre. A Augusto se le ha muerto su madre
como al hombre de entresiglos se le ha muerto Dios, primero, y la razón
después. Busca (quiere buscar) a otra madre y cree encontrarla en los ojos de
Eugenia, pero Eugenia le falla y acaba desnudo e indefenso ante la intemperie
como un personaje en busca de un autor[45].
Porque los ojos, esos ojos negros de Eugenia que tanto le atraen contienen la
mirada de una mujer fuerte, de una mujer segura. Como la madre de Augusto. Solo
que Eugenia ni es madre, ni está enamorada de Augusto, ni… Ni le gusta la
música, a pesar de ser profesora de piano. Es más, la aborrece. Nada que ver
con la Eugenia por él imaginada. Nada con lo que esos ojos negros le prometían,
porque en realidad nada le habían prometido. Pues su mirada, la mirada de
aquellos ojos era en realidad un mero reflejo de la ansiedad y la soledad de la
propia mirada de Augusto: niebla, pura e inasible niebla, reflejos… espejos. Y
los espejos, los impenetrables espejos ―lo dirá Rilke― nadie sabe aún lo que
realmente son ni lo que realmente esconden.[46]
6 De los ojos de Eugenia a
la mirada vidriosa de Tula.
Y de los ojos de Eugenia, que ―al menos para el
lector― no tienen otra vida que el reflejo de la mirada de Augusto, Unamuno nos
traslada a esos otros serenos ojazos de luto de Gertrudis, estos sí plenos del
vigor dominante y petrificante de la Medusa. La mirada de Tula es una mirada
triste, sí. Pero plena de vida, y de una vida que mata.
También La
tía Tula es una nivola. Aunque
aparentemente recuerda más a la novela del siglo XIX, quizá sea solo desde el
punto de vista meramente formal. Porque en La tía Tula,
como en Niebla, sigue sin importar el dato preciso. Aunque se
busquen localizaciones concretas, no se nos dice en qué ciudad estamos, ni en
qué época. Carlos A. Longhurst ha destacado "la total confusión de Unamuno
en cuanto a los nombres y el sexo de los [sobrinos] pequeños".
En todo caso tales errores no vician la trama ni la tesis de la novela. Y, por
supuesto, ponen de manifiesto esta nueva concepción narrativa de Unamuno tan
distante del ya vencido naturalismo plagado de los más minuciosos detalles. Si
esta corriente de extremo realismo hacía de la descripción perfilada y
aquilatada, tanto del aspecto externo de los personajes como de su contexto
ambiental, una herramienta de denuncia, el estilo de Unamuno, olvidándose de
nimiedades, para él accidentales, centra su interés en la esencia de la
personalidad de esos personajes, su dimensión humana y existencial, y su forma
de resolver o hundirse ante los problemas que les acucian. A Unamuno le da
igual que los hijos de Rosa sean cuatro u ocho, niñas o varones, como le da
igual sus nombres. Lo que le importa es trasmitirnos que Rosa, la hermana de
Tula, tiene varios hijos cuya sola presencia influye de modo determinante en el
devenir existencial de los protagonistas. Una realidad más abstracta, sí, pero
más incisiva. En todo caso, no dejan de ser herramientas literarias por las que
el autor opta y cuyo mayor o menor acierto en la elección dependerá de su
efectividad respecto a los objetivos narrativos propuestos.
Y no solo por la ausencia del detalle. La tía Tula,
como Niebla, también funde los pocos datos que nos proporciona,
también sumerge al lector en un mar de indefiniciones y ambivalencias. Pero con
guiños. Invitándole unas veces a pensar y otras a dejarse llevar por su
imaginación. La mirada nebulosa nos hace ver todo empañado, como empañados
están los vidriosos ojazos de Gertrudis, cuyo nombre ―por cierto― ya nos da una
señal. De origen germano, significa lanza (ger) fiel o valiosa (trut),
fuerte. Va perfectamente con el
carácter, con la mirada de Tula, y habida cuenta la atracción de Unamuno por la
cultura germana (a pesar de que durante la Primera Guerra Mundial tomara una
postura radical a favor de los aliados), no parece que lo eligiera al azar ni
por meras razones estéticas. Ahora bien, Gertrudis será para los suyos, Tula;
mejor aún: la tía Tula. Salvo, eso sí, para los hombres, y en especial para
Ramiro, su cuñado viudo, para quien seguirá siendo Gertrudis. He aquí también
la ambivalencia. La misma que encierra Augusto Pérez, el protagonista de Niebla: un nombre con pretensiones imperiales y una apellido común. Nombres
ambivalentes y caracteres también ambivalentes. Porque tras la fortaleza de
esos serenos ojazos de Tula, se vislumbra también una dosis de tristeza. Porque
son "serenos ojazos de luto". Ojos
tristes… Pero, ¿por qué? ¿Cuál es la tragedia de Tula? Para María Dolores Dobón Antón, en un interesante
estudio, está muy clara. El luto no es por la muerte de su hermana, sino por la
muerte de Eros. Esa mirada nació el día en que perdió a Ramiro. Y Tula no ha
fracasado ahí como mujer, sino que ha sido Ramiro quien le ha fallado como
hombre.[47]
Esa es su debilidad, esa su tragedia. Los
conflictos sin resolver. Ramiro le acusará de «santa que ha hecho pecadores» y
ella misma se definirá como una pecadora que se esfuerza «en hacer santos,
santos a tus hijos, y a ti y a tu mujer». Se defiende. Tiene que defenderse. Y
lo hace enrocándose en la luz y la castidad. En la luz para escapar de las
sombras, sombras entre intersticios y sombras interiores. Satisfará (¿o
sacrificará, más bien?) sus deseos sexuales y maternales pero desde la
virginidad, la luz, el saber y la limpieza. Todo claro, todo perfecto, todo
geométricamente calculado, cada cosa en su sitio. Y para verlo claro: luz,
saber. Y para que lo que se ve se vea bien: limpio. A la verdad se llega por el
saber, y la verdad es limpia y luminosa. De ahí su afición a la geometría: «para
ella la geometría era luz y pureza. Lo demás: la anatomía, la fisiología… porquerías».
(Capt. 19).
Inseguridad, en suma. Porque también Tula necesita
algo a lo que aferrarse. Y si el Augusto de Niebla
lo buscaba en esa mujer ideal sustituta de la madre, Tula lo quiere hallar en
la limpieza y la geometría. Y es que
detrás de toda su fortaleza, su aparente fortaleza, se adivina en ella,
inseguridad, una inseguridad que ni la religión ni los valores tradicionales en
que ha sido educada le proporcionan. Por eso busca con fuerza cualquier verdad
racional, una luz que alcanzará no desde el "mantillo de la tierra, sino
de las razas de lumbre que (lleguen) del sol" (Capt. 19). Y a falta de semejante
asidero, que ni la fe ni la razón le ofrecen,
se aferra en su soledad y en
su interior a aquella Pepona (la muñeca) que guarda celosa desde su niñez.
¿Y Ramiro? Porque Gertrudis está enamorada de
Ramiro, como Ramiro lo está de ella. Se diría que Tula tampoco hace nada por ganárselo
en el momento trascendental en que este se decide por Rosa, porque teme la
fatal, la definitiva decepción, tanto de esa relación como de la propia
maternidad, y se conforma con sucedáneos: sobrinos en vez de hijos propios (de
los que la Pepona no sino otro mal remedo); cariño de hermano/cuñado en lugar
de amor de marido. Luz, verdad. En realidad, Gertrudis busca la verdad y sabe
dónde puede encontrarla, pero no se atreve a afrontarla, porque intuye que
finalmente le decepcionará. Porque la verdad, la que ella busca, es perfecta.
No es limpia, luminosa y acabada como la geometría sino sucia, oscura y
grosera, como la anatomía y la fisiología. Y en última instancia, la verdad…
¿para qué? Para paliar una soledad que también intuye no le hubiera resuelto ni
siquiera una eventual felicidad junto a Ramiro. Una aburrida felicidad. Por eso
cuando Rosa se queda embarazada, Tula le dice: «Ahora va de veras, Rosa; ahora
no os aburriréis de la felicidad ni de la soledad».
[1] «Más me parece pensador que sabio y más que
pensador, filósofo; pero al morir quisiera, ya que tengo alguna ambición, que
dijesen de mí: ¡fue todo un poeta!». Carta del 3-IV-1900. (Adolfo Alas: Epistolario a Clarín,
Escorial, 1941, p. 74).
[2] En 1897 había en España 12.000 aparatos de
teléfono. Ver Ángel Calvo Calvo: El
teléfono en España antes de Telefónica (1877-1924). Revista de Historia
Industrial, núm. 13. Año 1998. Universidad de Barcelona. Pág. 63).
[3] Provinciano
universal. Expresión de Antonio Cabezas Candell,
para referirse a Leopoldo Alas, puesto que toda su actividad profesional como
crítico, novelista y jurista la desarrolló en Oviedo: Clarín, el provinciano
universal. Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid, 1962.
[4] Sobre la correspondencia entre ambos,
fundamentalmente: Yvan Lissorgues:
Unamuno y Clarín: ¿una amistad frustrada? Letras de Deusto, núm. 32,
vol.15 (mayo-junio 1985), pp. 87-101. Edición digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes,
2009.
[5] «En 1895 Clarín es la máxima autoridad en la
crítica española. Un juicio suyo asegura la fama o envuelve en el ridículo a un
escritor que empieza. Y Unamuno, catedrático de Salamanca desde 1891, inicia
por entonces su actividad literaria». (García
Blanco: "Clarín" y Unamuno. Archivum: Revista de la
Facultad de Filología. Tomo 2, 1952. Ediciones de la Universidad de Oviedo,
1952, pág. 134)
[6] Leopoldo Alas Clarín: Como gustéis. Artículo, sobre Tres ensayos,
publicado en El Pueblo (Valencia), 9-VII-1900. (En Lissorgues).
[7] Carta de 9 de mayo de 1900 en Epistolario
a Leopoldo Alas. Edición El Escorial. Madrid, 1961.
[8] Luis Calvo
Carilla: La cara oculta del 98. Cátedra. Madrid, 1998:254.
[9] Harold Bloom:
El canon occidental. Anagrama. Barcelona, 2005.
[10] Ideas sobre la
novela.
[11] Muy interesante al
respecto el seminario público "Literatura y Filosofía en la crisis de los
géneros", en la Fundación Juan March (mayo de 1999), con las conferencias
de José-Carlos Mainer y Francisco Jarauta, concluido con una mesa redonda en la
que participaron, además, José Mª González García, José Mª Guelvenzu y Patricio
Peñalver (audio y Cuaderno del seminario, disponibles en la web de la
Fundación)
[12] Schopenhauer,
realza esta revolución kantiana, este transcendental descubrimiento, en sus
siempre claros y didácticos términos: «El mayor mérito de Kant es la distinción
entre el fenómeno y la cosa en sí, fundada en la demostración de que entre las
cosas y nosotros está siempre el intelecto, por lo que aquellas no pueden ser
conocidas según lo que puedan ser en sí mismas» (Arthur Schopenhauer: El mundo… I. 2004:482).
[13] Unamuno:
Cómo se hace una novela (Salvat Editores. Navarra, 1982, pág. 150)
[14] Heráclito:
Fragmentos. Edición de José Antonio Miguez. Orbis. Barcelona, 1983, pág.
236.
[15] En Lenguaje y
silencio, de George Steiner, que añadirá: «Como el maestro
de Tiempos difíciles de Dickens, el naturalista pide hechos y más
hechos. Zola tenía un apetito insaciable del detalle circunstancial y una
pasión por la medida del tiempo y los inventarios». (Gedisa. Sevilla, 2006,
pág. 370).
[16] Julián Marías:
El existencialismo en España. Ediciones Universidad Nacional de
Colombria. Bogotá, 1953. pág. 85.
[17] Soledad (1905). En Obras Completas,
VIII. Ensayos. Edición y prólogo de Ricardo Senabre. Biblioteca
Castro. Fundación José Antonio de Castro. Madrid. 2007. Pág. 781.
[18] El secreto de la vida (1906). En Obras
Completas, VIII, pág. 932.
[19] Nietzsche:
La ciencia jovial. En Nietzsche I. Gredos. Madrid, 2010. Págs.
439-440.
[20] Georg Lukásc,
citado por George Steiner en Lenguaje…
Pág. 369
[21] Emilio ZOLA (1890). La bestia humana. Versión
de Carlos Docteur. Segunda edición. Vol. I. Librería Internacional de Romo y
Füssel. Madrid, 1897. 1880:2-3.
[22] Hugo von Hofmannsthal:
Carta de Lord Chandos. Alianza Editorial. Madrid, 2008, págs. 17-18.
[23] Franz Kafka Obras
Completas, vol. I. Aguilar. En RBA Coleccionables. Barcelona, 2007. Pág. 600.
[24] PROUST,
Marcel: (1913-1927). A la busca del tiempo perdido. Edición de Mauro
Armiño. Valdemar/clásicos. Madrid, 2000. Vol. I: Por la parte de Sawn (1913),
pág. 43.
[25] Esto lo ha analizado brillantemente Pedro Cerezo Galán en El mal del siglo. Biblioteca Nueva/Universidad de Granada.
2003.
[26] Ob.cit. pág. 236.
[27] Elegía II. Elegías a Duino (Cátedra.
Madrid, 2007). Directa o indirectamente, hay muchas referencias al amor
intransitivo en la obra de Rilke,
como en la propia Elegia I y, por supuesto, en Los cuadernos de Malte
Laurids Brigge (Losada. Buenos Aires, 2009). La mención a los espejos como
ejemplo de lo inalcanzable que nos resulta la realidad es también muy
recurrente en el último Rilke: Como
al maestro a veces la hoja, / apresuradamente próxima, le quita / el rasgo
real: así a menudo los espejos toman / en su seno la sonrisa santamente única
de las muchachas / cuando prueban la mañana, a solas, / o en el fulgor de las
luces serviciales /. Y en la respiración de los rostros auténticos, / más
tarde, cae sólo un reflejo. (Sonetos a Orfeo, II, 2. Cátedra.
Madrid, 2007).
[28] Inmanuel Kant aunque trataría sobre lo bello y lo
sublime en su Crítica del juicio, dedicó a esta a distinción un
opúsculo: Lo bello y lo sublime: ensayo de estética y moral. Aclaraba
allí que «la noche es sublime, el día es bello (…) Lo sublime, conmueve;
lo bello, encanta». (Kant: Lo
bello y lo sublime: ensayo de estética y moral. Traducción de A. Sánchez
Rivero. Espasa-Calpe. Madrid, 1919). La tragedia no es bella, sino sublime. Y
no nos encanta, pero nos conmueve. Arthur Schopenhauer,
cuyo pensamiento constituye uno de los soportes mentales, tanto de Richard
Wagner como de Nietzsche, insiste en esta cuestión: «El placer que nos produce
la tragedia no pertenece al sentimiento de lo bello sino al de lo sublime; es
incluso el grado máximo de ese sentimiento. Pues, así como a la vista de lo
sublime en la naturaleza nos separamos del interés de la voluntad para hacernos
puramente contemplativos, en la catástrofe trágica nos apartamos de la voluntad
de vivir misma. En la tragedia, en efecto, se nos presenta la cara espantosa de
la vida, la miseria de la humanidad, el reinado del azar y el error la caída
del justo, el triunfo del malvado: así pues, se pone ante nuestros ojos la
índole del mundo en directa oposición a nuestra voluntad. Ante esa visión nos
sentimos instados y apartados de nuestra voluntad de vivir, a dejar de querer y
amar. (…) en el instante de la catástrofe trágica se nos hace más clara que
nunca la convicción de que la vida es un mal sueño del que tenemos que
despertar (…) Lo que proporciona el peculiar impulso hacia lo sublime a todo lo
trágico (…) es el conocimiento de que el mundo, la vida, no puede garantizar
ningún verdadero placer y que nuestro apego a ella no vale la pena». (Arthur Schopenhauer:
El mundo como voluntad y representación II. Editorial Trota. Madrid,
2005, págs. 483-484).
[29] Las pinturas
negras de Goya constituyen nuestra principal aportación al arte universal y
―paradojas de la vida―, al arte universal más "moderno": las que
"iluminaban" los muros de la casa de Goya en Madrid (la Quinta del Sordo),
"expresión del alma moderna con todos sus miedos y angustias", en
palabras de Muther, su primer valedor, quien destacó la obra del aragonés
universal como factor decisivo para el impresionismo y hasta la
"modernidad" de sus encuadres, aspecto este en el que veía el nexo
más fuerte con los artistas más modernos. Pero es que el propio Goya tenía un
importante antecedente, nada menos que renacentista y también en España, en el
negro arte del El Greco. (Ver a este respecto mis ediciones anotadas tanto de España
Negra, de Émile Verhaeren y
Darío Regoyos, como de El Greco,
de Manuel Bartolomé Cossío, ambas en lecturas-hispanicas.com. Zaragoza,
2015).
[30] Nietzsche:
El nacimiento de la tragedia. En Nietzsche I. Gredos. Madrid,
2010. Pág. 1. Pero ya antes, en 1870 (El nacimiento de la tragedia es de
1872), Nietzsche había escrito el opúsculo Sócrates y la tragedia, donde
se explaya en esta relación del filósofo racionalista con el mundo instintivo
de la tragedia.
[31] Alas, Leopoldo (Clarín): La Regenta. Vol. I. Cátedra. Madrid, 2003. Pág.
135-136.
[32] Carlos A. Longhurst: Introducción a La tía Tula,
de Miguel de Unamuno. Cátedra. Letras Hispánicas. Madrid, 2003. Pág. 53.
[33] Ver, González Cifo: Algunas precisiones acerca del tratamiento
del espacio y el tiempo, como técnicas narrativas, en Niebla, de Miguel
de Unamuno. Congreso Internacional Cincuentenario de Unamuno. Universidad
de Salamanca, 1986)
[34] The principles of
psychology. (New York:
Henry Holt. 1890).
[35] James Joyce. Ulises.
Cátedra. Madrid, 2003. Pág. 97.
[36] William Faulkner. Obras completas. Tomo I. William Faulkner. RBA. Barcelona, 2004. Pág.
209.
[37] J.A. Garrido Ardila: Miguel de Unamuno:
Génesis de la novela contemporánea. En "La narrativa de Unamuno".
Ínsula, núm. 807. Marzo. Madrid, 2014. Pág. 4.
Sobre esta cuestión, ver también, del mismo autor: Unamuno, el
monólogo interior y el flujo de conciencia: de William James y Amor y pedagogía
a Knut Hamsun y Niebla. En Hispanic Review, LXXX, pp. 445-466.
Philadelphia, Pennsylvania (USA). 2012.
[38] La agonía del Cristianismo. Editorial
Losada, S.A. Buenos Aires. 1938. Pág. 31.
[39] Del sentimiento
trágico de la vida. Edit. Renacimiento. Madrid, 1930. Págs.228-229.
[40] Prólogo a la edición de febrero de 1935 (que
incluimos en la nuestra), con este concreto título: Prólogo a esta edición: o sea, historia de Niebla.
[41] Del sentimiento
trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1912), es un
ensayo con evidentes influencias del filósofo danés Søren Kierkegaard y del
religioso español fundador de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola.
Sobre la deuda de Unamuno con Kierkegaard, y en especial de su obra Diario
del seductor, como principal fuente literaria y filosófica de Niebla,
ver A.G. Ardila, J.: Nueva
lectura de Niebla: Kierkegaard y el amor. Revista de literatura.
enero-julio vo. LXX, núm. 139. Edimburgo, 2008.
[42] Pedro Cerezo
Galán: Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de
Unamuno. Editorial Trotta. Madrid, 1996. Págs. 585-586.
[43] Antonio Vilanova: La teoría nivolesca del Bufo Trágico. En Actas del Congreso
Internacional Cincuentenario de Unamuno. Salamanca, 1989, págs. 196-197). Sobre
estas cuestiones, ver también González Cifo: Humor, burla ironía y sátira en
'Niebla': algunas propuestas para la lectura de la 'nivola' unamuniana.
Cuad. Cát. M. de Unamuno. Universidad de Sala-manca, 2000
[44] Endres,
Heinz-Peter: Ficción y realidad en
Niebla de Unamuno, con resonancias cervantinas [y calderonianas]», 2004:114-115. En Actas del XV Congreso de
la Asociación Internacional de Hispanistas "Las dos orillas ",
Monterrey, México del 19 al 24 de julio de 2004. Coord. por Beatriz Mariscal,
María Teresa Miaja de la Peña, Vol. 3, 2007).
[45] En
pocas obras hasta entonces publicas contemplamos algo similar a lo que ocurre
en Niebla: el autor discutiendo con un personaje. Este juego pone de
manifiesto las similitudes de Unamuno con el reconocido dramaturgo italiano
Luigi Pirandello (1867-1936), autor de Seis personajes en busca de un autor,
publicada en 1921 (recordemos que Niebla no se publica hasta 1914).
[46] En la tercera estrofa del segundo de los Sonetos
a Orfeo.
[47] María
Dolores Dobón Antón: La otra
tía Tula: el lado oscuro de la luna. Cuad. Cat. M. de Unamuno, 31, 1996.
Ediciones Universidad de Salamanca, pp. 71-87.
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