No son éstas, Señor, exageraciones del celo; son ciertas aunque tristes inducciones, que Vuestra Alteza conocerá con solo tender la vista por el estado de nuestras provincias. ¿Cuál es aquella en que la mayor y mejor porción de la propiedad territorial no está amortizada? ¿Cuál aquella en que el precio de las tierras no sea tan enorme que su rendimiento apenas llega al uno y medio por ciento? ¿Cuál aquella en que no hayan subido escandalosamente las rentas? ¿Cuál aquella en que las heredades no estén abiertas, sin población, sin árboles, sin riegos ni mejoras? ¿Cuál aquella en que la agricultura no esté abandonada a pobres é ignorantes colonos? ¿Cuál, en fin, aquella en que el dinero, huyendo de los campos, no busque su empleo en otras profesiones y granjerías?
Ciertamente que se pueden citar algunas provincias en que la feracidad del suelo, la bondad del clima, la proporción del riego o la laboriosidad de sus moradores hayan sostenido el cultivo contra tan funesto y poderoso influjo; pero estas mismas provincias presentarán a Vuestra Alteza la prueba más concluyente de los tristes efectos de la amortización. Tomemos , por ejemplo, la de Castilla , que conserva todavía, y con razón, el nombre de granero de España.
Hubo un tiempo en que esta provincia fue centro de la circulación y riqueza de España. Cuando los moros de Granada turbaban la navegación y el comercio de las costas de Andalucía, y los aragoneses poseían separadamente las de Levante, la navegación de los castellanos, derramada por los puertos septentrionales que corren desde Portugal a Francia, dirigía toda la actividad y todas las relaciones del comercio a lo interior de Castilla, y sus ciudades empezaban a ser otros tantos emporios. La conquista de Granada, la reunión de las dos coronas y el descubrimiento de las Indias, dando al comercio de España la extensión más prodigiosa, atrajeron a ella la felicidad y la riqueza; y el dinero, reconcentrado en los mercados de Castilla, esparció en derredor la abundancia y la prosperidad. Todo creció entonces sino la agricultura, o por lo menos no creció proporcionalmente. Las artes, la industria, el comercio, la navegación recibieron el mayor impulso; pero mientras la población y la opulencia de las ciudades subía como la espuma, la deserción de los campos y su débil cultivo descubrían el frágil y deleznable cimiento de tanta gloria.
Si se busca la causa de este raro fenómeno, se hallará en la amortización. La mayor parte de la propiedad territorial de Castilla pertenecía ya entonces a iglesias y monasterios, cuyas dotaciones, aunque moderadas en su origen, llegaron con el tiempo a ser inmensas. Castilla contenía también los más antiguos y pingües mayorazgos, erigidos en los estados de sus ricos hombres. De Castilla había salido la mayor parte de las gracias enriqueñas, mayorazgadas por las mismas leyes que quisieron circunscribirlas. En Castilla fueron por aquel tiempo más comunes e inmensas las fundaciones de nuevos vínculos, porque la fácil dispensación de facultades para fundarlos en perjuicio de los hijos, y la cruel ley de Toro que autorizó las de mejora, debieron hacer más estrago donde era mayor la opulencia. Esta misma opulencia abrió en Castilla otras puertas anchísimas a la amortización en las nuevas fundaciones de conventos, colegios, hospitales, cofradías, patronatos, capellanías, memorias y aniversarios, que son los desahogos de la riqueza agonizante, siempre generosa, ora la muevan los estímulos de la piedad, ora los consejos de la superstición, ora, en fin, los remordimientos de la avaricia. ¿Qué es, pues, lo que quedaría en Castilla de la propiedad territorial para empleo de la riqueza industriosa? ¿Ni cómo se pudo convertir en beneficio y fomento de la agricultura una riqueza que corría por tantos canales a sepultar la propiedad en manos perezosas?
La gloria de esta provincia pasó como un relámpago. El comercio, derramado primero por los puertos de Levante y Mediodía y estancado después en Sevilla, donde lo fijaron las flotas, llevó en pos de sí la riqueza de Castilla, arruinó sus fábricas, despobló sus villas[1] y consumó la miseria y desolación de sus campos. Si Castilla en su prosperidad hubiese establecido un rico y floreciente cultivo, la agricultura habría conservado la abundancia, la abundancia habría alimentado la industria, la industria habría sostenido el comercio, y a pesar de la distancia de sus puntos la riqueza habría corrido, a lo menos por mucho tiempo, en sus antiguos canales. Pero sin agricultura todo cayó en Castilla con los frágiles cimientos de su precaria felicidad. ¿Qué es lo que ha quedado de aquella antigua gloria, sino los esqueletos de sus ciudades, antes populosas y llenas de fábricas y talleres, de almacenes y tiendas, y hoy solo pobladas de iglesias, conventos y hospitales, que sobreviven a la miseria que han causado?
Si el comercio y la industria de otras provincias ganó en esta revolución lo que perdía Castilla, su agricultura, sujeta a los mismos males, corrió en ellas la misma suerte. Baste citar aquellos territorios de Andalucía que han sido por espacio de más de dos siglos centro del comercio de América. ¿Hay por ventura en ellos un solo establecimiento rústico que pruebe la dirección de su riqueza hacia la agricultura? ¿Hay un solo desmonte, un canal de riego, una acequia, una máquina, una mejora, un solo monumento que acredite los esfuerzos de su poder en favor del cultivo? Tales obras se hacen solamente donde las propiedades circulan, donde ofrecen utilidad, donde pasan continuamente de manos pobres y desidiosas a manos ricas y especuladoras, y no donde se estancan en familias perpetuas siempre devoradas por el lujo, ó en cuerpos permanentes alejados por su mismo carácter de toda actividad y buena industria.
No se quiera atribuir a los climas el presente estado de la agricultura de nuestras provincias. La Bética tuvo un cultivo muy floreciente bajo los romanos, como atestigua Columela, originario de ella y el primero de los escritores geopónicos, y lo tuvo también bajo los árabes, aunque gobernada por leyes despóticas, porque ni unos ni otros conocieron la amortización ni los demás estorbos que encadenan entre nosotros la propiedad y la libertad del cultivo. Desde la conquista de estas provincias nada se adelantó en ellas, antes han decaído las cosechas de aceite y granos y se han perdido casi del todo las de higo y seda, de que los moros hacían tan gran comercio. Pero, ¿qué más? Los riegos de Granada, de Murcia y de Valencia, casi los únicos que ahora tenemos, ¿no se deben también a la industria africana?
Cortemos, pues, de una vez los lazos que tan vergonzosamente encadenan nuestra agricultura. La Sociedad conoce muy bien los justos miramientos con que debe proponer su dictamen sobre este punto. La amortización, así eclesiástica como civil, está enlazada con causas y razones muy venerables a sus ojos, y no es capaz de perderlas de vista. Pero, Señor, llamada por Vuestra Alteza a proponer los medios de restablecer la agricultura, ¿no sería indigna de su confianza si, detenida por absurdas preocupaciones, dejase de aplicar a ella sus principios?
Gaspar Melchor de Jovellanos
Informe sobre la Ley Agraria (1795)
[1] Se puede formar alguna
idea del progreso de esta despoblación por lo que dice el ilustrísimo Manrique
(citado por el señor Campomanes), á saber: que en los últimos cincuenta años se
habian tresdoblado los conventos, habían emigrado muchas familias, crecido los
sacerdotes, multiplicándose las capellanías y los conventos y aumentado el
número de sus moradores. Calcula la mengua del vecindario en siete décimas
partes, y señaladamente dice que Búrgos bajó de 7.000 vecinos á 900, León de
5.000 á 500, y que muchos pueblos pequeños se despoblaron del todo. Añade que
sólo se sostenia Valladolid por su chancillería, Salamanca por sus escuelas y
Segovia por sus telares; pero esto se escribia en 1624, y desde entonces hasta
fin del siglo la despoblacion fué siempre en aumento.
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