Como
tantos otros jóvenes del país padecíamos un nivel de inglés que, siendo
amables, podíamos calificar de discreto. Alba no tanto, porque practicaba en
la escuela de idiomas y de adolescente también había recalado un par de veranos
en el seno de una familia irlandesa, pero yo chapurreaba el inglés al estilo
de los indios americanos, sin orden ni concierto.
La
iniciativa se gestó en la cabeza de Alba, claro. Una prima segunda suya llevaba
medio año en Dublín, trabajando en un hotel, y había alcanzado una fluidez con
el idioma espectacular, siempre según Alba, que luchaba por venderme la moto.
Lo que no me detalló es que su prima libraba un domingo cada quince días, que
limpiaba las treinta y dos habitaciones de su planta cada mañana y que se
había sumido en una depresión de caballo. Yo acaté la propuesta sin rechistar.
Hasta me emocioné. En mi vida me hubiera planteado emigrar por motivos laborales.
De hecho, no estaba del todo disconforme con mi nivel de inglés. Sabía de mi
déficit de comunicación, pero aún retenía un notable repertorio de vocabulario.
Y los verbos irregulares, ¿cómo iba a olvidarme así por así del “forget,
forgot, forgotten” o del “awake, awoke, awoken”?
Accedí,
cómo no, porque era ella y era con ella. La hubiera seguido a Sudán, a Haití o
a Nicaragua, a hacer pozos, hospitales o blanqueo de capitales, me era
indiferente. Alba quería que la acompañara y a mí se me saltaban las lágrimas.
Su idea
pasaba por conseguir unos trabajos no excesivamente indignos, al estilo de unos
grandes almacenes, un McDonald´s o un hotel, desde donde comenzar a resolver
nuestras carencias idiomáticas. Según Alba, estas experiencias estaban a la
orden del día y una vez allí no tardaríamos en encontrar empleo, aunque mal
remunerado, dada la naturaleza de los sectores que barajábamos y nuestra
experiencia acumulada en los mismos.
La
duración de la estancia se revelaba incierta, pero un mínimo de ocho o diez
meses se presumía como necesario para retornar con un nivel aseado. Además,
quién sabe, tampoco podíamos descartar de plano la opción de labrarnos una
carrera profesional en la City ,
que para eso éramos licenciados en Derecho, juristas.
La
exposición de la aventura causó sensación. Nuestras familias suponían que sus
respectivos hijos estaban congeniando con alguien, pero no conocían a ciencia
cierta la identidad de las medias naranjas. La reacción de mis padres fue la
prevista; mi madre se quedó pasmada y se dejó caer lentamente en el sofá; mi
padre, menos preocupado, se descojonó. Fue un espejismo. A los tres segundos
mamá se levantó encolerizada y rompió a gritar: que a ver qué me había creído
yo, con veintidós años; que estaba atontado, que ni hablar; que qué era eso de
irme a Inglaterra, y a vivir con una chica que ni les había presentado; y
encima recién acabada la carrera, con nota, sin probar a buscar trabajo en
ningún despacho o asesoría. De ninguna de las maneras. Tanteé con la mirada a
mi padre, en su auxilio, pero este, que aún conservaba en sus labios el poso de
la sonrisa, ya se había enfrascado en la búsqueda de las siete diferencias del
pasatiempo del periódico. Lo dejé estar. Ya habría tiempo de defender y
maquillar los flecos. Y mi madre tendría que serenarse.
Los
padres de ella respondieron con más temple. Alba era más independiente y había
pasado por anteriores relaciones de pareja, así que no les alarmó mi presencia
en el equipaje. Además a Carmen, su
madre, le caí en gracia el día...
Javier Iribarren
Interino
Ediciones Enate. Pamplona, 2014
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