Los últimos Streichquartette de Beethoven han sido siempre considerados como uno de los momentos más dramáticos de la música clásica. Su escritura, oscura, barroca, extraña en sus juegos formales, produce una exaltada belleza en la que se anuncian por igual la tensión máxima del estilo clásico y su disolución. Como si se tratara de un arco tensado hasta sus límites, a punto de saltar por los aires hecho añicos, imposibles ya de recomponer en su unidad primera. Volver hoy una y otra vez a escuchar los op. 127, 130, 132, encargos del Príncipe Galitzine, Embajador de San Petersburgo, es lo mismo que acercarse a uno de los experimentos formales más trágicos en los que la construcción musical abandona y sacrifica las que habían sido convenciones del estilo clásico, precipitando así su orden en una extraña y sombría exaltación, mitad rêverie mitad desespero, expresados con un lenguaje que anuncia premonitoriamente la música del futuro, tal como anotara Berilos el 24 de marzo de 1829 tras escuchar el op. 131 y el op. 135 interpretados por el Cuarteto Baillot. Una observación premonitoria que se adelanta a un tenso camino de experimentos musicales a lo largo de los cuales el orden clásico, llevado por Beethoven en sus últimas composiciones a la máxima tensión, dará lugar a una disolución progresiva que decidirá a mediados del siglo el anuncio de una nueva música. Charles Rosen verá en la Fantasía en C. mayor, op. 17, que Schumann escribe en homenaje a Beethoven, el final del estilo clásico.
Dentro de la crítica beethoviana ha sido posiblemente André Boucourechliev quien de forma más acertada ha indicado la razón secreta que rige la composición de los últimos Streichquartette, al afirmar que en ellos Beethoven “sometía las formas al deseo”, decisión que provocaba en toda la literatura musical de la época una especie de estupor ante la libertad con la que se enfrentaba no sólo a las reglas y convenciones tradicionales, sino por anunciar su fin. Es el conflicto entre un mundo interior que recorre la zona de sombras de una experiencia marcada por una progresiva y violenta separación del mundo y la decisión a favor de una escritura que se proyecta hacia un futuro de formas nuevas.
Sería útil recorrer el largo camino que a lo largo del XIX, de Chopin a Fauré, de Schumann a Ravel, de Brahms a Debussy, señala un diálogo difícil entre restauradores y críticos, para entender el alcance de la propuesta beethoviana. En el extremo más próximo a nosotros ahí está el sexteto para cuerda Verklärte Nacht de 1899, en las puertas del nuevo siglo, con el que Schönberg exasperó el cromatismo del Tristán, llevando a su límite el primer paso decisivo hacia la reducción del principio de tonalidad. A la que seguirán Erwartung (1909), la obra más libre de Schönberg y en la que la disolución arrastra y transforma os últimos materiales del anterior cromatismo, originando una nueva armonía, teorizada en la Harmonielehre de 1911, pauta de composiciones inmediatas como Pierrot lunaire de 1912 o Die glückliche Hand del año siguiente. Un largo experimento a lo largo del cual se disuelve y transforma la tradición clásica, dando lugar a un nuevo lenguaje musical.
Por una vía paralela, otro proceso de disoluciones y metamorfosis irrumpía en el campo de la pintura. Otro documento, y no menos dramático, daba cuenta de tensiones y rupturas paralelas. En carta de octubre de 1885, al término de una larga y fructuosa estancia en Neunen, Van Gogh escribía a su hermano: “Por el momento, mi paleta se deshiela y la torpeza de inicio ha desaparecido. Todavía me rompo a menudo la cabeza cuando empiezo, pero así y todo, los colores se siguen casi solos, y tomando un color como punto de partida, me viene claramente el que debe convenir y cómo se puede llegar a darle vida”. Sabemos cómo hasta el período parisino de 1886, Vincent poco sabía de una “escuela llamada de impresionistas”. Su camino se había orientado en una dirección distante de los primeros, protegido siempre por fidelidades inequívocas, Delacroix la principal de ellas.
La carta de Neunen habla del final de una crisis. Más tarde, en los cuadernos de Arles, lo recordará sin haber superado la angustia. La intensidad delacroixiana había resultado una tarea imposible y la mejor forma de expresarlo era bajo la imagen de una “paleta congelada”. La sistemática superposición de colores, tonos, barnices, estaba regulada por una idea: la de equivalencia, que Delacroix había situado como la tesis primera de su poética. Y es justamente esta idea de convertir a la pintura en un equivalente de la vida lo que resulta ahora abandonado. La paleta congelada de Van Gogh resultó ser el lugar sacrificial por excelencia de los ideales románticos delacroixianos. Y ahora que la paleta congelada se deshiela, el color ya emancipado comenzará a vagar de acuerdo a la ley azarosa de las impresiones. Una paleta que detiene y separa el color, que casi lo congela. Ahí están, sobre la mesa, los rojos, negros, amarillos, azules, blancos como a la espera de un despertar, condensados, uno a uno, amenazadores. Contienen más que nunca la pintura. Son como tonos aislados, que pronto comenzarán a vagar y a recorrer el lienzo. Me recuerdan a aquellos vagierende Akkorde, acordes vagantes, que Schönberg descubrirá como la base de toda materia musical. Los tonos emancipados discurrirán ahora, dando lugar a una “nueva armonía”, un nuevo concepto de composición. Queda el color o el tono musical, esa materia de la que arranca uno y otro discurso.
Todos sabemos que el color es el momento de la decisión: en los rojos intensos, los amarillos luminosos, los azules ofuscados, etc., se decide el sentido del cuadro. Si el azul es el primer reflejo de la luz en la materia –“en el azul sagrado suenan pasos de luz”, escribía Trakl–, el amarillo es el color de la tarde. Ilumina las cosas en el momento de su partida o desfallecimiento, antes del abandono de su aparente estado natural, en el instante peligroso en el que hace enloquecer el propio límite. Es él quien nos recuerda que toda cercanía es también distancia, de igual forma que todo encontrarse es perderse y toda aurora un ocaso. “Ah! Le soleil se mourant jaunâtre à l’horizon”, que anotaba Van Gogh en sus cuadernos de Arles. A la serena ironía del azul, opondrá el rayo devorador de los amarillos de la tarde, como si antes de abandonar las cosas quisiera incendiarlas, transformándolas así en puro resplandor. Una luz que presagia la renuncia al ritual consabido y frecuente de ciertos usos de la pintura, todavía fiel a al ley de la equivalencia, sea cual sea ahora el referente. Una defensa de la disponibilidad radical de la pintura, que no tiene por que coincidir con un simple experimentalismo. Y la decisión a favor de un lenguaje que, más allá de las cómodas evidencias, contenga todas las sombras que nos inquietan y protegen.
Esta misma tensión caracteriza ya sea la Erwartung de Schönberg que la noche de Neunen, señalando una radical frontera entre dos posiciones contrastadas como son el impresionismo y el expresionismo. Paul Hatvani lo aclaraba así en su ensayo de 1917, Versuch über den Expressionismus: “En el impresionismo mundo y yo, interior y exterior, se encuentran y vibran al unísono. En el expresionismo sumerge el mundo (überflutet das Ich die Welt). El expresionista entiende el arte de una manera hasta ahora inaudita. A la luz de esta enorme interiorización, el arte no tiene ya ningún presupuesto. Deviene así algo elemental. El expresionismo es ante todo la revolución por lo elemental”. Son dos los aspectos que encontramos en esta observación de Paul Hatvani y que han sido más tarde una y otra vez comentados por los críticos del expresionismo. Por una parte, el proceso de interiorización. Eric Séller, en su Die Reise der Kunst ins Innere, ha reconstruido el proceso de esta interiorización partiendo de la misma Estética hegeliana y planteando de nuevo la tensión que el Romanticismo introdujo en el ideal del Clasicismo y que tiene en Goethe a su defensor ejemplar. Por otra, la insistencia en el carácter de “elemental” atribuido al expresionismo y que obviamente precisa una mínima aclaración. Este concepto remite al aspecto primario, originario de toda experiencia. Es como situar al yo como principio de toda relación y conocimiento, como principio irreductible. Su afirmación y emergencia desestabilizará primero y luego hará saltar el sistema de las formas como si de un arco tensado en exceso se tratara. Como en Erwartung, saltan por los aires los viejos acordes produciendo el mayor de los miedos y desamparos, haciendo al mismo tiempo imposible todo regreso a la forma goethiana. Esta afirmación del yo no debe ser pensada como una instancia unitaria, estable, sino por el contrario, como un yo disuelto, disgregado, emergente. De Trakl a Benn, a Musil o Heym observamos un largo recorrido en el que esta disolución y disgregación se afirman y narran sin afirmar ni siquiera la promesa de una Erlössungshoffnung, una esperanza de liberación y recuperación de la identidad perdida. Una idea que alimentará las poéticas de primeros de siglo y que situará la experiencia y los lenguajes del arte en el arco que va del continuo desvanecerse de los antiguos sistemas de representación al devenir experimental y fragmentario de los nuevos lenguajes.
Es esta nueva concepción de lo real la que precipita y suspende el primado de las apariencias, forzando al arte a iniciar un camino “constructivo”, capaz de interpretar lo real mediante la propuesta de nuevos lenguajes, que expresen un orden no sometido a ninguna apariencia sensible, sino que permitan representar sintéticamente una simultaneidad de varias dimensiones. Esta idea, que regula el espacio figural-imaginativo de la abstracción, hará todavía más honda la crisis del lenguaje, cuyo testimonio más riguroso será la Chandos Brief de Hofmannsthal.
A esta situación se responderá desde dos posiciones diferentes. Por una parte, orientando el camino en la dirección de una abstracción pura, pensada desde el ideal matemático, capaz de reflejar una parte de la multiplicidad de los mundos posibles, en la inagotabilidad de sus nexos. En su ensayo de 1934, dedicado a Schönberg, en el que matemática y música son uno, Hermann Broch insistía en la libertad del inventar matemático, en la capacidad, propia de su formalismo, de intuir el “acaecer del mundo en su generalidad”, independiente de toda configuración determinada. Y no de otra forma habría que entender el espacio figurativo de Mondrian en el que quedan suspendidas cualquier alusividad o referencia, haciendo coincidir el cuadro con su construcción misma, entendida en un sentido determinado-finito, que nada tiene que ver con una pretendida representación del Absoluto. “La palabra está muerta, la palabra es impotente”, declaraba dadaístamente Van Doesburg en el Manifiesto De Stijl de 1920, a lo que respondió Mondrian con su concepto de plasticidad pura, concepto que expresa con matemático, broweriano rigor, una análoga subversión de los poderes heredados, “constitutivos” de la palabra.
Por otra, esa otra dirección que, partiendo de la disponibilidad formal de los elementos de la composición, los combina con aquellos otros que la intuición se apropia a través de las formas varias de la experiencia. “La intuición –dirá Klee– como hilo rector hasta en el crepúsculo y en lo más espeso del bosque”. Hay una cautela que orienta y organiza este segundo proyecto. Si, por una parte, se afirma la insuficiencia del lenguaje para nombrar lo real, una vez que éste ya no se presenta desde la evidencia de su apariencia; por otra, este nuevo real no se nos da, sino que permanece oculto. Y si la tarea del arte no es otra que “hacer visible el mundo”, este propósito pasa a ser la dificultad a la que responder desde la construcción de un nuevo lenguaje. Ejemplo de esta búsqueda de un nuevo lenguaje podría observarse en el proceso en el que el continuo formal de las composiciones de Kandinsky se complica estructuralmente con el espacio simbólico del mundo.
Pero ha sido Klee quien ha llevado con más rigor la exploración de este nuevo territorio. Lo que permanece es el carácter constructivo-finito de toda representación de lo real. La forma, en efecto, con la que damos cuenta de lo real no es aquella perfecta y exhaustiva de la intuición de la esencia, sino aquella de la imagen, del simbolismo, de los signos, con los que construimos nuestra representación. Frente al ideal matemático de la abstracción, Klee reivindica un concepto de forma que se configura como composición, como construcción abierta, en la que aparecen los órdenes del movimiento, de la potencia, de la afirmación/negación de lo real.
Esta línea leibniziana del pensamiento de Klee conduce a la exclusión de la forma abstracta “sola”, al advertir en ella una idealización que prescinde de aquellos aspectos más inmediatos de la experiencia. Ha sido Pierre Boulez uno de los primeros en observar la importancia que la idea de polifonía tiene en la obra de Klee, justamente para expresar esta simultaneidad de posibles líneas que se entrecruzan, definiendo el lenguaje de sus cuadros. La misma flecha del tiempo, tan frecuente en los motivos de los años treinta, irrumpe en la estructura polifónica señalando su tiempo.
Y si aferrar la multiplicidad en una sola palabra no nos es dado, en el “ordenarlo polifónicamente” consiste la obra. Este orden contradice la idea de una Ley omniabarcante. Ninguna Ley a priori regula la obra. La teoría de la figuración debe ser entendida como libre, es decir, abierta o “libre, pero rigurosamente contenido”, como se titula un cuadro de Klee realizado en 1930 junto a una serie de trabajos centrados en una reflexión sobre el problema de la forma. Esta tensión de la forma, si, por una parte, nos recuerda la proximidad de Klee a aquella potencia figurativa de la imaginación goethiana; por otra, nos acerca a algo central en la comprensión del arte moderno, como es la naturaleza dramática y discontinua de la forma. Lo había ya anotado Adorno al inicio de su Teoría estética: “Al perder las categorías su evidencia a priori, también la perdieron los materiales artísticos, como las palabras en la poesía. La desintegración de los materiales no es sino el triunfo de su carácter respectivo”. En efecto, de Debussy a Schönberg, de Baudelaire a Mallarmé, de Cézanne a Picasso, se proyecta la búsqueda de una escritura, instalada en el límite sobre el que se construye la cultura artística de nuestro tiempo. Es este afirmar sucesivo el que sostiene la obra entre los límites del Absoluto inefable y la representación particular de lo construido. Es como si el azar quedase abolido por la obra en el momento mismo que ella lo invoca para poder existir.
Pierre Boulez ha sabido interpretar este espacio a partir de una acuarela de Klee, de 1929, titulada Monumento en país fértil. El modelo polifónico deriva ahora hacia una compleja construcción en la que se articulan no sólo estructuras espaciales, atravesadas por una organización ascendente, sino también diagonales que señalan la deriva temporal de la forma. Se tiene al mismo tiempo la geometría y la desviación de la geometría, el principio y la trasgresión del principio, haciendo posible un lenguaje en el que resuena la tensión de lo real, traída ahora al momento de la forma, que deviene construcción, pero que como toda forma se verá abandonada al instante de su tiempo, al destino de su caducidad.
Los lenguajes que nombren esta nueva experiencia son lenguajes que no suscriben ninguna necesidad, ningún orden establecido. Son lenguajes que harán del silencio el lugar del análisis, de la interpretación, de la construcción alegórica, como en Kafka; o, incluso, lenguajes sin palabras, como en los Hymne de Stockhausen; o lenguajes arrojados a la furia del experimento y del nombrar. Cuando Musil afirma que la tarea teórico-ensayística de nuestro tiempo era más urgente que aquella otra “artística”, venía a indicar los potenciales significados de una escritura que se reconoce experimento, es decir, disponibilidad ensayística en el sentido musiliano del término. “Y así cada aventura es un nuevo comenzar, un viaje a lo inarticulado”, escribirá T.S. Elliot en Four Quartets. Esta aventura frente a la posibilidad implica nuevas hipótesis de significado, nuevos proyectos, lejanos ya de la vieja retórica del mundo de las correspondencias.
En su lugar, apenas un rumor, el del tiempo, siempre presente en la vibración de los cuadros de José Manuel Ciria. Series, variaciones que recorren el difícil umbral de un espacio siempre abierto y disponible a las marcas que una escritura teñida de memoria marcará compulsivamente como si se tratara de la cifra última que alberga en su secreto no sé qué misterio o distancia. Leves referencias culturales, sólo queda el proceso mismo de la pintura, aleatorio en sí mismo, regido apenas por el hilo rojo del deseo. Tras él, como en un segundo tiempo, el otro lienzo, aquel que la materia por sí misma configura. En el extraño juego de tensiones crece el relato suspendido de una escritura fragmentada, gestual unas veces, alegórica otras, pero sabiendo siempre que su espacio está marcado por un límite que el arte busca transfigurar.
Francisco Jarauta
Las Formas del silencio,
Antología crítica (Los años noventa).
Ed. Sotohenar. Madrid, Enero 2005.
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