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EL NIÑO Y LA SARDINA (Javier Tomeo)



El niño se llama Carlitos. No ha cumplido los cinco años, es rubio y tiene la nariz respingona. Está sentado sobre una alfombra verde y lleva puesto un minúsculo traje de baño de color rojo y un gorro también rojo que hace juego con el bañador. De vez en cuando suelta un chillido y agita los brazos. Es su forma de decir lo mucho que le gusta el mar , el ir y venir de las olas que se rompen sobre la arena de la playa. Su madre es también rubia y duerme boca abajo sobre una alfombra de color malva. Es una mujer gorda y la celulitis le señala las piernas por la parte de atrás. Su traje de baño es de color azul y no le sienta bien. Se ha embadurnado el cuerpo con aceite y las piernas le brillan como dos anguilas recién sacadas del agua.
-¡Ooooooooh!- exclama de pronto Carlitos, levantándose. Y sin más rodeos se pone en marcha hacia el mar. 
Avanza tambaleándose y tarda tres minutos en recorrer los seis metros que le separan de las olas. Se detiene al llegar a la orilla y por fin decide entrar en el agua.
-¡Ooooooooh!- dice otra vez. Continúa avanzando hasta que le cubre el agua.
Una gaviota que lo ha visto todo desde lo alto, da un par de vueltas por encima del lugar donde ha desaparecido el niño y luego se aleja volando hacia el este.
La madre de Carlitos continúa durmiendo. Al cabo de media hora se despierta y al no ver a su hijo se lleva las manos a la cabeza.
-¡Carlitos!- gime.
No hay bañistas a su alrededor y no puede preguntar a nadie si ha visto a su hijo, pero cuando está a punto de echarse a llorar ve a Carlitos saliendo del agua como si tal cosa. Lleva un pez plateado agarrado por la cola. Han pasado ya más de quince minutos desde que se metió en el agua, pero lo más extraño no es que haya resistido tanto tiempo sin respirar, sino el hecho de que ahora sea capaz de hablar con la sardina como si durante estos últimos minutos se hubiese convertido en un adulto y la sardina fuese capaz de entender lo que le cuenta el niño.
-Milagro- exclama la madre , corriendo hacia su hijo.
Abraza a su hijo y guarda la sardina en el cesto de mimbre, junto a la botella de aceite bronceador, con la intención de comérsela más tarde asada a la parrilla con un poco de aceite, ajo y perejil.
En realidad no se trata de una sardina. Los flancos del pez son plateados, pero no se ven por ninguna parte esas manchitas oscuras y circulares que van haciéndose más pequeñas a medida que se acercan a la cola y que caracterizan a las verdaderas sardinas.
La madre piensa que ya es hora de volver a casa. Después del susto que se ha llevado no le quedan ganas de tomar el sol.
La madre acuesta a Carlitos y le pide que no se mueva. Por si acaso cubre la cuna con la red. Después enciende la cocina, asa la sardina y se la come poco a poco. Cuando termina de comer , vuelve al cuarto de Carlitos, se sienta junto a la cuna y contempla a su hijo. El niño no despega los labios. Se limita a mirar a su madre con una expresión compungida. Ha percibido el olor a sardina asada, sospecha lo que ha ocurrido y le entristece la desaparición del pez.
-Dime cómo has resistido tanto tiempo debajo del agua- le pregunta por fin la madre, que todavía tiene un poco de perejil pegado en la comisura de los labios.
Carlitos no le responde y levanta una mirada llorosa al osito de peluche que está sentado en lo alto del armario.
- No se lo cuentes - le pide el oso , guiñándole el ojo de cristal.


Javier Tomeo
Cuentos perversos, 2002


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