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Así empieza Yzur, uno más de los jugosos
relatos del argentino Leopoldo Lugones (1874-1938), escritor
que sirve de puente entre el modernismo hispanoamericano (Rubén Darío a la
cabeza) y la potente literatura que vendrá después, rebosante de realismo,
ciencia y magia, desde Borges o Bioy Casares hasta Gabriel García
Márquez, pasando por Juan Rulfo.
La narración continúa
en estos términos:
La
primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están
dedicadas estas líneas fue una tarde, leyendo no sé dónde que los naturales de
Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no
a la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los hagan trabajar”.
Semejante
idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en
este postulado antropológico: los monos fueron hombres que por una u otra razón
dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de
los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación
entre unos y otros, el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el
humano primitivo descendió a ser animal.
Subvierte aquí Lugones los postulados
científicamente correctos… aparentemente, claro. Porque lo que dice
no es en realidad tan extraño a la ciencia, siempre tan cara para él. De hecho,
ya había sido un niño precoz con una memoria prodigiosa al que se le
daban maravillosamente las ciencias y las historias. A su familia y a los de su
entorno -dicen- se les caía la baba escuchando sus ocurrencias. Y en
1921 llegó a escribir un folleto sobre la relatividad (El tamaño del espacio) por
el que -cuentan- se interesó el propio Einstein. Lo cierto es que en este
relato parece contradecir -incluso condenar- a Darwin, quien planteó la
teoría de la evolución en sentido positivo. Pero Lugones, en este relato, lo
que plantea es que la evolución en vez de ir en un único sentido de ida o
avance -la denominada Ley de la irreversibilidad evolutiva de Dollo-, puede,
también, retroceder, algo que ya señalaron a finales del siglo XIX las
denominadas teorías de la devolución o des-evolución; esto es: una evolución
hacia atrás, hacia el origen.
Pierre Boulle, en El planeta de los simios (1963)
nos muestra a unos primates que, no tan vagos, sí avanzan hacia el lenguaje, y
ello les llevará inexorablemente a una cierta organización social. Pero
lo que Lugones nos cuenta es que los monos que hoy conocemos no
evolucionaron porque voluntariamente se opusieron a la esclavitud a que el
lenguaje (y con él la organización social) podía arrastrarles. Los
muy listos.
Estas reflexiones/fantasías sobre las posibilidades
de los animales (hoy tan valoradas) las vuelve a repetir Lugones en Los caballos de Abdera, una
distopía, que nos hacer pensar en la transcendencia de los extremismos e
intolerancias, adelantándose así, con un siglo de anticipación, al debate
animalista actual.
Pero no solo de animales se alimenta la evolución;
o lo que es lo mismo, la vida. Porque el
concepto vida es eso: movimiento, evolución y, por tanto: tiempo (la
cuarta dimensión). Y quien posibilita
esos movimientos, es precisamente ese cúmulo de apasionantes fuerzas extrañas, a
día de hoy todavía tan desconocidas, no solo para el hombre de a pie. Y a ese
movimiento y a sus consecuencias están dedicados, más o menos directamente, la
mayor parte de los relatos que componen este fantástico volumen. Asistimos así
a la búsqueda de la energía que rige la
armonía pitagórica de las esferas para utilizarla como herramienta
desintegradora (La
fuerza omega), al estudio de la fuerza delatora de la luz y el
color de los sonidos (La metamúsica), o a la radiación de los olores en ciertas plantas
mortales o flores
del mal (La viola acherontia); a los efectos de
otras fuerzas no menos extrañas capaces, en unos casos, de absorber y
materializar los pensamientos (El Psychon), o desvelarnos un universo
paralelo o de desdoblamientos (Un fenómeno inexplicable), e
incluso hasta plantear cierta hipótesis pretendidamente científica sobre el
comienzo de la vida: Ensayo de una cosmogonía y El origen del diluvio. Esta
última narración con evidentes tintes ocultistas o espiritistas, que no faltan
tampoco a lo largo de todos los relatos, en los que, en todo caso, se desborda
la fantasía pura y simple y sin mayor intento de explicación, como El milagro de San Wilfrido o El escuerzo; de
los que se ha llegado a decir que contenían un realismo mágico avant la lettre. O las
dos soberbias prosas relacionadas con el bíblico final de Sodoma y Gomorra: La lluvia de fuego y La estatua de sal.
Monos, caballos, dobles, máquinas sorprendentes,
armonía de las esferas, pitagorismo, espiritismo… Y todo contado con buenas
dosis de ironía que jalonan la obra de principio a fin, alimentándose —como
toda ironía— de contrastes: la lógica y el absurdo; o lo que es lo mismo: la quiebra de la lógica. Así, razonadas,
y hasta razonables hipótesis científicas, son rematadas con las más variopintas
conclusiones. Y las más curiosas invenciones técnicas para descubrir o utilizar
esas energías, concluyen materializadas en esperpénticas máquinas que acaban
con la muerte, la locura o la mutilación de su propio hacedor, lo que, lejos de
desorientar al lector, lo hacen cómplice del guiño y el sarcasmo del autor, quien
parece castigar con crueldad a sus propios personajes: esos estrafalarios
diletantes que meten las narices donde no deben.
Pero nada de todo esto es gratis: Lugones arrastra
al lector por caminos a veces tortuosos, exigiéndole fe y lealtad. Y solo si somos
capaces de aceptar el reto, disfrutaremos plenamente del siempre merecido y
generoso final, hacia el que todas y cada una de esas sendas conducen.Y, en
definitiva, es esa la esencia del cuento. En ella se encierra el núcleo de toda
su poética: el comienzo -y a partir de él toda la trama- está pensado, diseñado
y tiranizado por el final: en mi principio está mi fin, recordará T.S. Eliot. Final hacia
el que el poeta nos conducirá por caminos y vericuetos insospechados.
Son cuentos
Y el cuento, a diferencia de la novela, no permite
pausas ni distracciones: hay que leerlo de un tirón. La novela exige tregua, el
cuento entrega. En la novela caben respiros, el cuento solo admite frenesí. La novela
invita a la reflexión, el cuento al arrebato.
Eso sí, el recorrido ha de ser verosímil. Y la
verosimilitud se logra con la pormenorización de datos y detalles, lo que
Lugones consigue llevar a niveles científicos, reales o ficticios, pero siempre
con una convincente apariencia de verdad.
Para que la ciencia ficción o la fantasía enganchen es preciso vencer al
descreimiento, lo que solo se consigue con una convincente y recia apariencia
de lógica y coherencia internas impecables.
Pero aún hay algo más, no menos importante que la
coherencia: para que la objetividad resulte creíble tiene que estar siempre
exenta de la mínima exageración emocional. Los narradores de los trece cuentos,
resultan todos ellos consumadamente asépticos en este sentido. El relato discurre por una especie de crónica
descriptiva en que el contador opina lo justo; y cuando lo hace es para
destacar algún detalle fáctico imprescindible en la trama. Y si ese detalle
revela alguna emoción, esta se deduce normalmente del propio dato sin ulterior aliño
ni comentario. Cuando el narrador duda, por ejemplo, de la cordura de un
personaje, lo hace para describir una sensación basada en dos hechos objetivos:
una actuación insensata que presencia, y la impresión que a él le causa esa
actuación (impresión que no por personal pierde objetividad). Así, cuando el
homeópata de Un
fenómeno inexplicable, después de una detallada relación de sucesos
extraños y hasta extravagantes, acaba por decirle al narrador que a veces ve
las cosas dobles porque cada ojo procede sin relación al otro, este concluye: «Era, a
no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto
raciocinio». Sin más.
Objetividad, pues, dato, detalle, coherencia y
distancia, crean la verosimilitud
necesaria para acabar con el descreimiento del lector. Y esta es sin duda la
mejor y mayor aportación de Lugones al cuento moderno. En literatura se pueden
crear universos distintos al nuestro pero siempre han de ser verosímiles. Y nuestro
autor, además, lo hace en un contexto de hipótesis científica que da mayor
valor a sus ficciones.
Lugones da un salto cualitativo en nuestra
Literatura. Su narrativa está muy pero que muy lejos de la de Rubén Darío. Se
aparta radicalmente del florido modernismo dando paso a ese lenguaje tan
preciso como conciso de la Modernidad que consigue impactar con tal fuerza en
el lector, que no necesita de mayores efectos, artefactos ni aditamentos.
Pero, además, esta aparente asepsia y frialdad, no
está reñida con la belleza. La prosa de
Lugones no solo alcanza la sublimidad en muchos momentos, sino también la
belleza. Y como mero ejemplo baste citar, precisamente, uno de los relatos
fantásticos, alejado -solo aparentemente, eso sí- del cientifismo que jalona al
resto: La lluvia de fuego, la
obra maestra de Lugones, según el propio Borges. Y para muchos, desde el plano
estético el cuento más conseguido de Las
fuerzas extrañas.
Servando Gotor
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