Cuando las puertas se abren y se cierran con suavidad, uno puede atravesarlas con total libertad, pero si alguien las cierra de un portazo, ya no se puede pasar al otro lado en mucho, mucho tiempo. No importa si son horas o medias horas, tras el portazo queda una eternidad hasta el momento de volver a cruzar esa puerta.
Carlos se quedaba muchas tardes encerrado en su cuarto después de que alguien diera un portazo. Su habitación tenía la peculiaridad de volverse grisácea tras cada uno de esos portazos: desde las paredes hasta las alfombra, que de normal era roja, todos y cada uno de los objetos que había en su cuarto perdían cualquier rastro de color.
Un día, mientras medía los minutos que quedaban hasta atravesar de nuevo el umbral y recuperar el rojo de su alfombra y de sus mejillas (y, no te asustes, pero había minutos de hasta veinte metros de largo), vio con el rabillo del ojo que uno de sus cuadernos conservaba las tapas verdes y azules. Se acercó al escritorio y lo abrió. Era el cuaderno de cuentos ilustrados en los que solía escribir las aventuras que inventaba jugando con los amigos.
Dentro del cuaderno, las historias seguían conservando todo su colorido. Sin querer, a Carlos se le escapó una sonrisa al ver al pirata con los pantalones bajados arrastrado por tres gnomos. Se le ocurrió dibujarle los bigotes más despeinados, pero, en cuanto el lápiz rozó el papel, el cuaderno se convirtió en una ventana que daba a una isla con grandes palmeras y gnomos traviesos vestidos de violeta. Carlos cruzó la ventana y, con sus propias manos, despeinó los bigotes del pirata, vitoreado por al menos una docena de gnomos de todas las edades que parecían encantados con la ocurrencia del niño.
Pasó la tarde rápidamente, pues los minutos que quedaban eran ya más cortos que el lápiz amarillo. La puerta se abrió y Carlos volvió a su cuarto, cerrando la ventana detrás de sí; la ventana volvió a ser un cuaderno de tapas azules y verdes, la alfombra era roja otra vez y los minutos de nuevo medían sesenta segundos exactos.
Pero, desde aquel día, Carlos siempre llevó consigo un cuaderno de tapas coloreadas, por si alguien daba un portazo y había que salir por la ventana. Y nunca volvió a quedarse encerrado en una habitación gris.
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Libros de Anca Balaj
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