LA DEFENSA: FUNCIÓN POR ANTONOMASIA DEL ABOGADO (Servando Gotor)



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El DRAE define el verbo "defender", en su primera acepción, como "amparar, librar, proteger".  En la quinta, como abogar, alegar en favor de alguien.  Es muy curiosa, esta última porque nos remite al verbo que deriva de la propia denominación profesional, sinónimo, ya, de defender: "abogar", que el propio Diccionario define de dos formas: "defender en juicio, por escrito o de palabra" e "interceder, hablar en favor de alguien". 

Yo definiría la defensa, a los efectos didácticos que aquí nos interesa, como el auxilio o ayuda que prestamos a alguien en una concreta situación de adversidad, amenaza, ataque, peligro, o agresión. Esta entiendo que es la tarea principal de la profesión de abogado y que alcanza su mayor expresión, su más alta eminencia, en la jurisdicción penal.  De ahí que no sea de extrañar que, más que el jurista, el abogado verdaderamente vocacional, sienta una especial debilidad por esta rama del Derecho.

Defender, en definitiva, es el término esencial que caracteriza e impregna nuestra profesión y sobre el que forzosamente gira (o debe girar) toda nuestra actividad.  El cliente vuelca su confianza en nosotros para que le defendamos, se pone en nuestras manos, se entrega y nos paga por ello, por lo que no cabría mayor fraude y deslealtad, mayor miseria e indignidad que decepcionarle.  Y la peor de las decepciones en estos casos es la deslealtad, la traición.  Podremos equivocarnos, y nos equivocaremos más de una vez,  pero el norte de toda nuestra atención, y con carácter exclusivo, es su defensa, ella preside todas las reglas de nuestra conducta, normativas y éticas o deontológicas; y sólo hay una forma de afrontarla: con libertad, con plena libertad de criterio.

Por lo demás, la acción, el verbo “defender” es una de las más hermosas que el ser humano conjuga, y podríamos preguntarnos los abogados por qué, entonces, se nos viene machacando con la consabida e inveterada pregunta de si tú defenderías a...  La respuesta afirmativa no tiene duda alguna: defender es siempre uno de los actos más dignos del ser humano.  Defender, ya lo he dicho, implica tratar de evitar una posible agresión, ataque o amenaza.  En nuestro caso, tal amenaza es la denuncia o demanda; el ataque es el proceso y la agresión la condena; se trata, pues, de un maltrato legal, pero con la misma legalidad y con la misma técnica jurídica tratará el abogado de evitarla.  Y si el hecho condenado nos repugna hasta un límite intolerable siempre podremos apartarnos del asunto, pero si lo asumimos habremos de llevar la defensa hasta sus últimas consecuencias, bordeando el límite legal; y, si en el camino descubrimos que hay algo, un prejuicio, un nuevo dato, cualquier cosa que enturbie nuestra libertad de criterio, nuestra libertad de defensa, debemos abandonar lo antes posible y, además, cuidando siempre que nuestro abandono no perjudique en lo más mínimo los intereses que nos han sido encomendados; es decir, sin crear ninguna situación, ni siquiera momentánea, de desamparo o indefensión al cliente, diciéndoselo claramente a él el primero, avisando con tiempo en el foro, prestando toda nuestra colaboración al nuevo compañero que se haga cargo del asunto, siempre en inferioridad de condiciones porque debe comenzar el camino que nosotros y las demás partes ya hemos recorrido.  Lógicamente, existen normas deontológicas y procesales que regulan todo esto, pero nuestra actitud debe siempre adelantarse a las mismas y superarlas para no defraudar jamás la confianza que el cliente puso en nosotros.  Defender, pues, es una acto de dignidad que ensalza a quien lo ejecuta.  Y llama la atención que en nuestra sociedad siempre surja esta pregunta, en lugar de “tú acusarías a...” (el abogado también acusa) o “tú condenarías a...”  Verbos estos dos,  acusar y condenar que parecen no preocupar tanto a nuestra sociedad, esta sociedad ¿cruel? ¿o, simplemente, superficial?

Ya Cicerón, cuando en lugar de defender se veía obligado a acusar, manifestaba vivir aquello como un descenso, como una degradación, y sentía entonces la necesidad de excusarse, de justificarse.  Mira por ejemplo el inicio de su acusación en el proceso contra Verres (un político corrupto):

Tal vez alguno de vosotros, jueces, o alguien de los presentes se extrañe de que yo, que durante tantos años he intervenido en causas y juicios públicos defendiendo a muchos y no atacando a nadie, ahora, cambiadas de repente mis inclinaciones, descienda a actuar como acusador; pero cuando conozca el motivo y la razón de mi decisión, aprobará lo que hago y, al tiempo, considerará, sin duda, que ningún acusador debe serme antepuesto en esta causa.
(…)
Para mí, jueces, ha sido difícil y penoso verme llevado a un punto tal que, o frustraba las esperanzas de gente que había solicitado mi apoyo y auxilio, u, obligado por las circunstancias y el sentido del deber, me convertía en acusador, yo que me he entregado a la tarea de defender a las personas desde mi más temprana juventud[i].

La defensa no es sinónimo de aplauso o aprobación a los hechos en que la agresión se sustenta.  El abogado defensor dice: bien, se acusa a mi patrocinado de este delito.  Lo haya cometido o no, primero habrá que probar los hechos y las circunstancias, luego habrá que contrastarlas con el Derecho, y para todo ello es necesario un juicio en que el acusado esté en igualdad de condiciones que quienes le acusan.  Yo, como abogado defensor, velaré porque así sea, y lo defenderé con la misma herramienta jurídica de la acusación: el Derecho.

Abogados, 2014

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[i] CICERÓN, Marco Tulio: "Verrinas".  Traducción de José María REQUEJO PRIETO, en "Discursos, I". Editorial Gredos. Madrid, 1990.

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